jueves, 7 de marzo de 2013

El dilema de la parada del autobús

Hará unos días, de esos que me cuesta salir de la cama, que son todos, así que ¿qué más da el día?bajé en el último minuto a pillar el autobús. Se me hizo tarde, posiblemente 30 segundos tarde, segundos pequeñitos, pero los suficientes para perder el bus, ver como cambiaba de sentido y se alejaba. Aún miraba las lunas traseras de mi queridísimo autobús, cuando una ráfaga de viento gélido, de esos que vienen desde Siberia a caso hecho a helarte el alma, las manos, los pies y todo lo que queda por medio, me abofeteó, me castigó por impuntual. Yo lo de producir calor propio no lo controlo aún muy bien, así que opté por tiritar y castañetear con los dientes rápidamente. En verdad fue mi cuerpo, el que reaccionó con tanta prontitud, mi mente se había quedado congelada y tan solo emitía un profundo gruñido de estupor.

Por suerte, casi de inmediato vino el siguiente bus. Aliviada me acurruqué en un asiento de plástico verde y metí mis manos en el braserico de los pobres: cada mano en una axila. Las paradas me producían el sentimiento contradictorio de detestar el frío invernal que se apoderaba en segundos del habitáculo, con la alegría de ver que el bus se llenaba de gente, de fuentes de calor y parapetos naturales. Lástima sentí cuando llegué a la parada en la que tengo que cambiar de linea y terror, cuando vi que las letras rojas del rótulo luminoso anunciaban que mi enlace no llegaría hasta dentro de siete minutos. Evidentemente la combinación más favorable es con el anterior bus. No está todo perdido, pensé, al descubrir que el 40 y el 41 estaban próximos a llegar. Lo malo es que uno me deja cerca de mi destino y el otro se desvía a mitad camino en una dirección opuesta.

Salté sobre el primero esperando que mi intuición no me fallara. Hacía tanto frío. Busqué donde refugiarme entre la multitud, encogida como una vieja. Cuando por fin mis circuitos neuronales empezaron a calentarse, una serie repetida de "o sea tía, o sea no, yo paso tía" llamó mi atención. Lentamente giré la cabeza: zapatos azul marino, leotardos azul marino, falda escocesa de cuadros azul marino y verde botella, jersey azul marino, chaquetón azul marino, coleta de pelo largo y liso, otro "o sea tía" y una conclusión: estoy en el autobús equivocado. Yo voy en la línea de las chachas, de las señoras que van a limpiar a casa de señoritos con los que me cruzo por las mañanas de camino a la oficina, con sus niños vestidos de azul marino a los que llevan a colegios con señoras vestidas de azul marino, porque se han casado con el hijo de Dios y en algún momento debió de decir que el azul marino es su color favorito. ¿No?

 Lo que está claro es que el río azul marino me viene a contracorriente en mi rutina matinal, así que salté presurosa en la siguiente parada y me encontré en medio de la nada. Como será de solitaria la parada, que no tiene ni rótulo luminoso. Nuevamente el viento me susurraba indecencias en ruso y se me colaba por lo más sagrado. Como un tigre enjaulado me movía debajo del exiguo toldo, flanqueada por paredes de cristal, que no sólo dejaban pasar la luz, sino todo el aire del mundo haciendo incluso remolino a mi alrededor. Por un momento me imagino petrificada cual señora de Lot. Debe ser por influencia del azul marino. Y ahí, sola, congelada, ventilada, aireada y oreada es cuando vino el "dilema de la parada de bus": ¿Cuánto hace que pasó el último bus y cuándo pasará el próximo? ¿Dará tiempo irse con una marcha ligera hasta la siguiente parada o perderé el próximo? Miro el panel informativo para salir de dudas, pero como no llevo gafas, solo consigo salir de debajo del toldo para poder leer lo que pone. Vuelvo a acercarme e intento localizar el ansiado mensaje de esperanza, un horario, aunque aproximado, un 8 h y 12 min ó 8 h y 13 min, pero solo encuentro eso, un horario aproximado: desde las 07:09 h - 21:09 h en intervalos de aproximadamente 9 a 12 minutos. ¿Lo qué? ¿Cuánto llevo aquí? Una eternidad. Si saco las manos de los bolsillos para mirar el reloj seguro que sufro una hipotermia o se me congelará y luego caerá un meñique y tendré dificultades para teclear las tildes en el futuro. ¿Y si me voy andando mientras tanto a la siguiente parada? ¿Dónde está la parada siguiente? Dios, ¡qué frío! Si hay un margen de error de tres minutos en cada autobús, que se ha ido sumando desde el primer autobús que supuestamente fue el único puntual, o sea, si un tren sale de la estación en dirección a Bilbao a una velocidad de 40 km/hora... que yo soy de letras, yo sólo quiero saber cuando me rescata el siguiente autobús. Habría jurado que el aire glacial traía consigo unas risitas maliciosas:"No sabe mates, no sabe mates.." No hay autobús a la vista. ¿Y si me voy andando hasta la siguiente parada y entro en calor? Pero podría pasar el autobús y yo aún estar lejos hasta para ir corriendo detrás. Mejor zapateo aquí debajo del toldo. ¡Venga, olé olé! Estoy tan congelada que más que zapatear parece que estoy pisando uva, y con rabia. La respiración entrecortada como si estuviera en una clase de preparación al parto y los hombros encogidos, como si tuviera que sujetar el balón de oro de Leo Messi entre mis omóplatos. ¡Venga nena! Punta-tacón, punta-tacón, punta-tacón, qué narices, tacón, tacón, tacón, tacón, "a-ayyyyyy, que frío tengo mi arma, arma de mi vía y de mi corasaooooáaaaaaooooooooáaaaaaooooo, que me estoy quedandóoooo, pajaritóoooo", tacón, tacón, tacón. Por fin llega el autobús. ¡Anda qué! ¡Ande que ahora que me estaba yo arrancando por "soleás"!

Tropezar con la misma piedra

El dicho dice, que solo el ser humano tropieza dos veces con la misma piedra. ¿Dos? Poco me parece. Yo soy un tanto insistente, o imbécil, según el cariño con el que se me evalúe.

- Mañana va a llover. ¡Llévate paraguas! Eso dije ayer a mi hijo, pero además, como mamá preocupada por su retoño, le colgué el paraguas en el pomo de la puerta de entrada, para que fuera imposible olvidarlo. Valgo por dos cuando me preocupo por los demás.

Esta mañana, levanto la persiana para escudriñar el cielo. ¡Azúl! Como me gusta que los del tiempo se equivoquen a mi favor. Eufórica he cambiado los zapatones por tacones: unos zapatos rojos, de los de "antes muerta que sencilla". Me he dado la excusa de que los tengo que ablandar, andar, para que el día de la boda - boda familiar dentro de tres semanas - no me muera de dolor. Tengo pies de mantequilla, delicados como los de una princesa, efecto secundario de haber deseado ser una princesa en mi tierna infancia. Toda mona yo, he salido a la calle, le he sonreído y saludado al día y a un par de transeuntes que no conocía de nada y que me han puesto cara de desconcierto. Seguro que se han quedado pensando '¿la conozco?' Ya tienen en qué pensar el resto del día.

Monto en el autobús, feliz. Los rayos del sol me pican en la cara. ¿Pican? Sol que pica, lluvia que te crió. Y entonces la descubro: una nube goooorda, negra, como una nave nodriza escudriñando los puntos débiles por los que va a atacar. Es "la nube", la matriarca de las nubes. Observo como todas las demás nubecitas se dirigen hacia ella, presurosas, obedeciendo órdenes: ¡Reagruparse! Tomo consciencia de mi vulnerabilidad inminente: zapatitos de niña mona, chaqueta de paño, ausencia de paraguas. Estoy "perdu". Han pasado tres horas y media desde que la nube nodriza ha llamado a su ejército a formar filas y son legión. No queda un rayo de sol que nos proteja, ni un trozo de cielo azul que dé esperanza. El uniforme gris de un ejército imbatible se cierne sobre Valencia. Su arma: el agua. No sé si oigo tracas de fallas o truenos anunciando la batalla. Tengo miedo. Valgo la mitad, cuando me preocupo por mi misma. Ahora, eso sí os digo, como tenga que salir a la calle cuando esté lloviendo, me quito mis tacones de princesa y corro descalza.

domingo, 3 de marzo de 2013

Una decisión tonta

El jueves fue uno de esos días que no vaticinan nada bueno. El cielo tenía un color sospechoso, oscuro, congestionado, iracundo. La habitación seguía igual de oscura después de levantar la persiana y no, no era de noche. La cama cantaba con melodía turronera: "vuelve a la cama vuelveeee, vuelve a soñar". Al mirar por la ventana vi la calle mojada, gris oscura como el cielo. Suaves gotas de lluvia caían con desgana y el viento soplaba con fuerza, sacudiendo los árboles de la avenida. Entonces tuve esa idea estúpida, que creo que todo el mundo tiene alguna vez: No me llevo paraguas, que para cuatro gotas que caen y teniendo en cuenta lo cerca que está la parada del bus del trabajo no me va hacer falta. Acelero un poco el paso y me ahorro ir cargada con semejante trasto incómodo.

Además, tras tantos años viviendo en la Costa Cálida, lo de ver llover se hace anecdótico. La última vez que me llevé un paraguas se me olvidó enganchado en la barandilla de mi asiento del autobús. No hay costumbre. De niña, residente en Teutonia, nunca podía salir con zapatos nuevos de la tienda nada más comprarlos, porque primero había que ir a casa a pulverizarlos con spray impermeabilizante, porque ahí la lluvia era lo normal, y el sol anecdótico. Un fastidio, cuando eres una niña potencialmente feliz por tener zapatos nuevos. Un día de cielo raso y azul intenso me transportaba mentalmente a España, a las vacaciones en la playa y a agostos de calor infernal, húmedo y pegajoso, pero azul cobalto. Así que, llevada por la falta de costumbre en lo que a temas lluviosos se refiere, a los recuerdos de la infancia ignorados olímpicamente y a un optimismo terco, decidí prescindir del genial invento llamado paraguas, o Regenschirm de la infancia. Los paraguas, dicho sea de paso, son como los mecheros: Si te los prestan y no los reclaman, en un plazo de 24 horas pasan a tu propiedad. Usucapión de objetos cotidianos.

No hace falta ser Aaron Spelling para imaginarse el final de la historia. El cielo acabó por cabrearse y mucho. Se puso negro como el futuro de España y comenzó a llorar desconsoladamente. ¡Qué sofión! como el llanto inconsolable de un niño, que amaina cuando se cansa y se reaviva cuando recupera las fuerzas. El cielo sobre Valencia lloró - el de Valencia plora - y bañó sus tristes calles. No fue pena, fue un disgusto mayúsculo que duró todo el día, toda la tarde y más allá. Duró mucho más que mi jornada laboral e hizo que mi parada del autobús se alejara. De hecho, para cuando me atreví a salir de la oficina, la parada del bus estaba lejísima. Las calles eran ríos, los socavones eran lagos. El tráfico y los semáforos se confabularon en mi contra. El cielo se explayaba con su rabieta y el viento le jaleaba. El mercurio se acojonó, se encogió y yo valía por lo que soy, no por dos, como las mujeres precavidas. Sí, me mojé.

jueves, 28 de febrero de 2013

Despertar

Despertar.
Suena el despertador. Le doy a la opción "recordar más tarde", porque no he terminado el sueño. Intento recuperar el hilo de la historia, pero el recuerdo se difumina, borrado por un sentimiento de rencor hacia mi despertador. ¡Traidor! Debería sentir cierta gratitud por el servicio fiel y puntual, pero siento la misma aversión que todo el mundo experimenta cuando le dicen "ya te lo dije". Decido aprovechar las habilidades tecnológicas de mi despertador, bueno, del móvil, que hace las veces de despertador y programo una segunda alarma 5 minutos más tarde. En verdad ya la tenía programada, esto no es nuevo. La activo. Un placentero sentimiento de satisfacción me sobreviene al recordar que me puedo dar el lujo de postponer mi entrada obligada al mundo cruel que empieza cada mañana, porque me duché antes de acostarme y me preparé la ropa. ¡Buena chica!

Casi consigo cazar el último cuadro que dibujó mi sueño, cuando suena de nuevo la alarma. No puede ser. Ya han pasado cinco minutos. Saco un pie. Lo vuelvo a meter. ¡No quiero, no quiero! ¡Mamá! Hoy no quiero ir al trabajo. Nunca quiero ir al trabajo y siempre voy, hasta cuando estoy mala de verdad. Yo quería ser princesa, pero nadie me comprendió. Se rieron de mi. Tengo un trauma con eso. Creyeron que era una fantasía infantil. !Qué mona! - exclamaron casi al unísono, compasivamente, perdonándome mi inocencia. Ignorantes. No entendéis nada. Yo no les perdoné su incapacidad de comprender el significado de princesa más allá del cliché disney. Significado y significante - explicaría doce años más tarde mi profesor de literatura. No se trataba de ponerse una corona. No era el poder lo que ansiaba, ansío, ansiaré, al menos cuando suena el despertador, sino la opulencia, el bienestar, la libertad de acción. Hedonista no se hace, se nace. Viva el placer, entendido como máxima expresión de disfrutar de la vida y sin definir, ni acorralar el concepto. Que si para mi madrugar es un suplicio, para otros es un placer. A cada uno lo suyo. No se trata de sentar cátedra.

Suena de nuevo el recordatorio primero. Es el fin. - ¡ No te resistas! - susurra mi conciencia, violando sin escrúpulos mis instintos y el calorcito de mi edredón. Frenéticamente calculo: si caliento la leche mientras me lavo la cara y me visto, cuando acabe la leche estará suficientemente caliente para que el café soluble se deshaga, pero suficientemente templada para no quemarme si me la bebo de un trago. Me comeré las galletas de camino, así que me limpio los dientes antes de salir. Conservaré el saborcito del relleno de chocolate de las galletas a riesgo de tener algún pegote de masa entre los dientes. En la vida hay que correr ciertos riesgos incluso para disfrutar de los pequeños placeres. A la de tres. Uno, dos y si me invento una enfermedad. Lo siento, tengo fiebre. He pasado mu mala noche. Creo que he pillado un virus de esos que hay ahora... Siempre hay virus de esos. Yo nunca los pillo. Virus de esos que te dan una tremenda cagalera, de las de "no hay mal que por bien no venga" porque te ayudan a perder peso sin pasar hambre, solo unos retortijones, algún que otro escalofrío, sudoración y zas! liberación, purificación, desintoxicación. Pero no, no me duele la barriga, ni la garganta, ni la tibia ni el peroné. Me duele alma porque no me quiero levantar. Con lo que me costó calentar la cama, es un desperdicio dejar este rico calorcito. ¡Aa-aayyyy! Mi alma reinventa el cante jondo. Quiero seguir recociéndome en mi bola de guata. Suena la alarme. Ahora sí que sí. Además, tengo ganas de hacer pis. Tiro la manta hacia un lado, con energía, con "no hay vuelta atrás que así se va el calor" para obligarme definitivamente y no caer en la tentación de volverme a tapar. Resignada me arrastro al baño. Veo mi futuro en el espejo. - Tu tampoco querías levantarte, ¿verdad? Al menos no estás sola, yo te comprendo. Me sonrio. Mi otro yo, más allá del espejo me devuelve la sonrisa, lánguida, con arrugas de almohada, con ojos hinchados, congestionada, con resignación. ¿Cómo decía la canción? Hoy puede ser un gran día, plantéatelo así... A ver si es verdad.

sábado, 28 de enero de 2012

La última cena de Don José



     En un tiempo lejano, en el que la magia y las hadas eran parte de la vida cotidiana, un hombre guapo y apuesto, personaje vividor y bohemio, tenía revolucionado a todas las buenas gentes de su ciudad. Era famoso por ser el más juerguista y también el más irresponsable. Vivía de noche, dormía de día. Comía poco y bebía mucho. Se aprovechaba de su belleza y don de palabras, por lo que era un mujeriego, un rompecorazones infiel, que igual se lanzaba a conquistar una mujer casada, que rondaba con destreza a las doncellas. Toda su vida estaba enfocada a la diversión y al ocio. Trabajo, virtud, orden y concierto le eran conceptos más que ajenos, repulsivos. No estaba dispuesto a desperdiciar su vida doblando duramente el lomo como sus convecinos y se burlaba de ellos en cada ocasión. Financiaba sus juergas con el dinero que había heredado de una tía solterona, que siempre estuvo enamorada del salero y donaire de su sobrino.
Se hacía llamar Don José.

      Una noche, al acudir a su taberna favorita, se encontró con una nueva camarera, que había entrado a trabajar por primera vez esa misma noche. Aparentemente era una muchacha humilde. No parecía tener mucha experiencia, porque se desenvolvía con bastante torpeza, aunque mostraba buena voluntad. La joven se acercó a la mesa de Don José para servirle su habitual jarra de vino tinto, conforme le había encomendado el tabernero. Don José se sorprendió de la belleza de la muchacha. Tenía el pelo rojo como el cobre, la tez blanca como la nieve y los labios sonrosados como un pétalo de rosa. Pero lo que más llamó la atención de Don José, fueron los ojos verde esmeralda y la desafiante mirada felina de la joven, que parecía penetrarle como una daga se hunde en la carne. En otras circunstancias, Don José se habría lanzado despiadadamente a la conquista de la chica, con halagos y piropos, con propinas desmesuradas y con fantasías sobre un futuro de opulencia. Pero esa mirada inquisitiva, firme y penetrante le dejó sin palabras. La muchacha pareció percatarse y contestó al desconcierto de don José con una amplia sonrisa burlona, sin desviar ni un ápice su mirada de él. De pronto se giró sin mediar palabra y prosiguió a servir a los demás huéspedes. Don José sintió herido su orgullo. Nunca se quedaba sin palabras, en ninguna circunstancia ni ante ninguna persona, ya fuera joven o vieja, guapa o fea, hombre o mujer, humilde o aristócrata. Él siempre tenía palabras para todo y todos, así que se sentía confuso. En cuanto se repuso de su desconcierto, se acercó al tabernero para informarse sobre la procedencia de la muchacha. El tabernero le contó, que la chica se llamaba Sibila, que al parecer, era huérfana y había vivido con su abuela en una casa solitaria, en medio del bosque, sin apenas roce con la civilización. La abuela había fallecido y ella se había venido a la ciudad. En un principio había solicitado un puesto en la cocina, pero al tabernero le había parecido que su belleza sería mejor reclamo que sus potenciales artes culinarios. Satisfecho de la información recibida, Don José se encaminó de nuevo a su mesa y a su jarra de vino. Unos cuantos tragos más harían despegar su lengua igualmente. Su instinto cazador se había despertado y la muchacha sería su presa. 'Con que gata salvaje de los bosques', pensó, 'ya haré yo que te conviertas en mi gatita y ronronees en mi regazo hasta que me canse de ti...'
    
      En noches sucesivas, Don José, quería conquistar a la muchacha, pero siempre que ella se acercaba, él se quedaba mudo como un bobo. Así que, optó por seguir con sus borracheras y conquistas habituales para no desperdiciar la noche. Actuaba como si Sibila no le interesara, aunque en realidad la rabia y la impotencia le corroían. Cuanto más rabia sentía por sentirse incapaz de conquistar a Sibila, mayores eran sus borracheras y más mujeres arrastraba con él a su casa, para despreciarlas al día siguiente. Pero Sibila sólo le miraba con sus ojos penetrantes y su sonrisa burlona. Hablaba amablemente con todos, menos con él. Como mucho un “¿le pongo más?”, al que él contestaba asintiendo con la cabeza, incapaz de tan siquiera decir que sí de viva voz.

      Una noche de mucho frío, se abrió la puerta de la taberna y entró una joven mujer con un bebé en brazos que no paraba de llorar. Se acercó a Don José y le espetó: “ ¡Este es tu hijo, hazte cargo de él y de mi como me prometiste! Me juraste amor eterno y no te he vuelto a ver en nueve meses.” Don José se levantó de la mesa de un salto y gritó: - ¿Cómo te atreves, desvergonzada, a hacer tales acusaciones? Yo jamás te he prometido nada semejante y vete a saber de quién es ese bastardo llorón. Ni siquiera se parece a mí. Lárgate de aquí, si no quieres que te eche a patadas.” La joven mujer irrumpió en sollozos y se marchó avergonzada, con el niño que no había parado de llorar. - Habrase visto semejante desfachatez. - dijo don José, - yo padre de esa criatura, si no conozco a esa fulana de nada. ¡Tabernero, una ronda para todos, que aquí no ha pasado nada! - La gente aplaudió, menos Sibila, que le atravesó con su dura mirada, seria y fría.
     
      Al próximo día, llegó otra mujer, aunque sin hijo alguno. También ella buscó a Don José. Era una mujer de unos treinta años, joven todavía, pero ya con las primeras arruguitas en la frente. - ¿Qué quieres de mi, vieja decrépita? - le gritó don José para que todos pudieran oírle. Los huéspedes de la taberna se rieron a carcajadas y la mujer se marchó avergonzada, sin haber dicho palabra alguna.
Al tercer día llegó un campesino en busca de don José: - Usted ha mancillado el honor de mi hija. Ella tan sólo tiene dieciséis años, pero ahora usted tendrá que casarse con ella. - dijo el campesino. - Casarme yo con su hija, se ha vuelto loco. Ni siquiera sé quien es su hija y desde luego no he sido yo quien la ha mancillado. Seguramente la habrá catado medio pueblo y me quiere embaucar a mí. - Levantó su copa y gritó - ¡ Por su hija y por las alegrías que habrá proporcionado a estos paisanos! - Todos se rieron y brindaron, menos el campesino, que furioso se iba a lanzar contra Don José, cuando este sacó una daga de debajo de su capa y apuntó con ella al campesino. El campesino se paró en seco, justo antes de que la daga tocara su camisa. Ante las risas de todos, se marchó cabizbajo, humillado y avergonzado.

      Esa noche, don José se quedó el último en la taberna. Borracho como una cuba seguía bebiendo una y otra copa de vino. Mientras el tabernero bajaba y subía del almacén para reponer las bebidas que se habían consumido, Sibila desapreció en la cocina. Al cabo de un rato entró con una inmensa tortilla de setas y se acercó a Don José. -Señor, le he preparado un plato especial, para que el vino le siente mejor. - Le colocó la tortilla delante y se sentó enfrente de él. - ¡Coma, Don José, coma. Que usted se lo merece! - Sorprendido y mudo como de costumbre, don José tomó el tenedor y se comió la tortilla en silencio, ante la atenta y penetrante mirada de Sibila. Una a uno se tragaba trozos de la enorme tortilla de setas, hipnotizado por los ojos verdes de Sibila. Cuando acabó, Sibila le retiró el plato y se puso a fregar el suelo de la taberna. - Hora de irse, don José – dijo el tabernero al regresar de su último viaje a la bodega.

     El siguiente día, Don José durmió mucho, mucho más que de costumbre. Cuando se despertó, sentía un extraño picor en la cara. Se fue al baño, a mirarse, lavarse y mirarse en el espejo. Le pareció verse la piel un tanto verdosa y le habían salido unos cuantos granos en la cara. Tenía muchas ganas de darse un baño. Llenó su bañera de agua hasta el borde y se sumergió en ella, hundiendo incluso la cabeza debajo del agua. El picor desapareció y Don José sintió un gran placer al encontrarse completamente hundido en el agua de su bañera. Pasó mucho tiempo así, hasta que un sirviente llamó a la puerta y le ayudó a salir de la bañera y a vestirse. No tardó en volver a sentir picores y una extraña sequedad en la piel. Además habría jurado que su ropa le quedaba varias tallas grande, pero pensó que probablemente habría perdido peso sin darse cuenta. Como de costumbre, se fue a su taberna favorita. Sibila no estaba. El tabernero le informó, que Sibila había insistido en poder demostrar sus dotes de cocinera y que le había cocinado al tabernero un asado tan exquisito, que bien valía la pena prescindir de su belleza para atender a los clientes y aprovechar sus habilidades con los pucheros. Varios clientes se encontraban ya degustando apetitosos guisos y asados entre “oh” y “mmm”, “ qué bueno”, “qué rico” o “qué maravilla”. Don José sintió hambre al verles comer con tanto placer y dijo: - Que me haga una tortilla de setas a mi y tu tráeme también una gran jarra de agua. - ¿Un jarra de agua? - se sorprendió el tabernero. - Sí, una jarra de agua y una tortilla de setas. ¿Algún problema? - dijo Don José en tono altivo. El tabernero obedeció sin rechistar. Luego Don José se comió la tortilla, bebió mucha agua y más vino y, como de costumbre marchó borracho a su casa, pero mucho más temprano que otros días, porque el picor de la piel y la extraña sensación de sequedad le producían desazón. Cuando llegó a su casa, llenó de nuevo la bañera de agua hasta el borde y se sumergió en ella, sintiendo otra vez gran alivio y placer al sumergirse por completo. Tan a gusto estaba, que se durmió en la bañera.

       Al día siguiente ya por la tarde, el sonido de una gran mosca revoloteando por el baño despertó a Don José de su sueño en remojo. La mosca vino a pararse justo en su nariz. Los ojos de Don José bizquearon hasta conseguir enfocar a la mosca. De repente, instintivamente, abrió la boca y su lengua salió disparada como un rayo, atrapo la mosca y Don José se la tragó. De un salto Don José se levantó y horrorizado pensó: “¡Cielo santo, me he comido una mosca y peor aún, me ha gustado!” Como una flecha salió de la bañera y se secó a toda prisa. “Iré a tomarme un buen trago de vino para olvidar lo que acabo de hacer.” pensaba mientras se vestía rápidamente. La piel volvía a picarle y le pareció que la ropa le estaba aún más grande que el día anterior, pero el recuerdo de la mosca tenía que ser borrado cuanto antes. Se fue corriendo a la taberna. Entró jadeando y corrió a la barra. - Qué mala cara tiene usted hoy, Don José – dijo el tabernero, - le veo como verde. - ¡Vino! - gritó Don José, - y agua y una tortilla de setas, rápido. - El tabernero obedeció y marchó la comanda. Pronto Don José se encontraba comiendo y bebiendo ansiosamente. Cuando acabó todo, levantó la mano y gritó: - Sírveme más croc. - ¿Más qué? - preguntó el tabernero. - Croc, más croc. - dijo Don José con extraños movimientos de la lengua, como si esta no le obedeciese. - ¡Está borracho como una cuba! - gritó un cliente y todos se rieron. - Croc, croc, croc – insistía Don José, ya con desesperación en la mirada. Cuando el tabernero también empezó a reírse a carcajadas, Don José salió corriendo de la taberna. Corrió la calle mayor hasta las afueras de la ciudad, tropezando de vez en cuando con los bajos de sus pantalones, que por momentos eran más grandes. El picor de la piel era insoportable, y la sequedad que sentía por dentro y por fuera le estaba quemando. Siguió corriendo hasta llegar a un riachuelo cercano. Instintivamente se arrancó toda la ropa. Desnudo se miró las manos y al separar los dedos descubrió unas finas pieles entre los dedos. Saltó al agua sin más y un inmenso alivio y placer le hizo olvidar toda preocupación. El agua estaba muy fría, pero para Don José estaba perfecta. Ahí se quedó, chapoteando y nadando, encogiendo, enverdeciendo día tras día y sobre todo, feliz cazando moscas...

       Un día, Don José se encontraba tomando el sol sobre una roca y cantando una canción que se había inventado a base de “croc-croc”, cuando llegó Sibila al riachuelo. Don José la reconoció enseguida y se quedó petrificado. “Soy yo, Don José.” - pensó en decirle. “Creo que estoy encantado o algo así. ¡ Ayúdame, por favor!” - pensó con ansiedad, pero no conseguía decir ni “croc”. - ¡Venga conmigo, Don José! - dijo Sibila con la mirada clavada en él y una sonrisa burlona en los labios. -Va usted a complacer a unas cuantas mujeres esta noche. Será el deseo de todas ellas. Don José obedeció y saltó a la cesta que llevaba Sibila. Expectante la miraba, hipnotizado por sus ojos y mudo.
- ¿ Qué vas a cocinar hoy? - dijo el tabernero cuando vio llegar a Sibila con una gran rana en la cesta. Sibila echó una última sonrisa al interior de la cesta y cerró la tapa: - Un plato, que en tierras lejanas llaman “Venganza de las mujeres”. - ¿En serio? - dijo el tabernero sorprendido. Sibila soltó una carcajada. - No tengo ni idea de cómo lo llaman en otros sitios, pero aquí serán “ancas de rana al vino”, una sorpresa para las señoras de aquella mesa. - En el fondo de la taberna, sentadas en una mesa, se encontraba una mujer joven con un bebé, una treintañera con algunas arrugas en la frente y una muchacha de no más de dieciséis añitos.

     Durante muy poco tiempo Don José tomó conciencia, de que su destino era una olla, acompañado de verduras y bañado en vino tinto: lo que tardó el cuchillo de Sibila en convertirle en carne para su guiso.

              • Croc -

domingo, 22 de enero de 2012

Recuerdos al atardecer


           Tibio y cansado el sol se acostaba sobre el horizonte, tiñendo de rojo el cielo. La vieja miró al hombre mayor sentado a su lado, ensimismado y con la mirada puesta en el infinito. Por un momento le pareció que ese señor arrugado y de ojos descoloridos se daba un aire al joven que conoció hacía ya muchos años atrás. Recordó su franca sonrisa y como al besarle bajo la luz del atardecer su corazón latía con fuerza y sus labios temblaban de excitación. Su recuerdo le resultaba mucho más familiar que las caras de la gente que cada día le eran más extrañas y desconocidas, como la del hombre mayor, que sólo le era vagamente familiar. No sabía quien era, pero algo en su interior le decía que seguramente se conocían de algo. Mientras lo pensaba, él se giró y con una mirada de amor triste y resignado le dijo: “¿Nos vamos a casa, querida? Parece que refresca.” Ella, sintiéndose joven y aventurera como antaño, tomó su mano y se dejó llevar, pero sólo, porque su cara le recordaba mucho al que fuera el amor de su vida...

sábado, 21 de enero de 2012

El beso


Despertó, miró a su marido y sintió un fuerte deseo de que la besara, pero él se levantó adormilado y sin mediar palabra se fue al baño. Al salir por la puerta, ella le miró y nuevamente deseó ser besada, pero lo dijo con el pensamiento, que él desoyó. Llegó el mediodía. Esperanzada recibió a su marido, que volvía del trabajo. “Ahora me besará”, soñó despierta, pero se quedó con las ganas, porque él regresaba malhumorado tras una dura mañana. Comieron juntos, él cabizbajo, ella anhelando un beso de postre. Mientras ella retiraba la mesa, él cabeceó diez minutos de más en el sofá y tuvo que volver con prisas al trabajo. Ella se consoló: “No dio tiempo ni para un beso.” No fue diferente el regreso de la tarde, ni la cena del mediodía. Por la noche en la cama, ella pensó “Entonces mañana”, pero él se quejó: - ¡Ya nunca me besas!