Despertar.
Suena el despertador. Le doy a la opción "recordar más tarde", porque no he terminado el sueño. Intento recuperar el hilo de la historia, pero el recuerdo se difumina, borrado por un sentimiento de rencor hacia mi despertador. ¡Traidor! Debería sentir cierta gratitud por el servicio fiel y puntual, pero siento la misma aversión que todo el mundo experimenta cuando le dicen "ya te lo dije". Decido aprovechar las habilidades tecnológicas de mi despertador, bueno, del móvil, que hace las veces de despertador y programo una segunda alarma 5 minutos más tarde. En verdad ya la tenía programada, esto no es nuevo. La activo. Un placentero sentimiento de satisfacción me sobreviene al recordar que me puedo dar el lujo de postponer mi entrada obligada al mundo cruel que empieza cada mañana, porque me duché antes de acostarme y me preparé la ropa. ¡Buena chica!
Casi consigo cazar el último cuadro que dibujó mi sueño, cuando suena de nuevo la alarma. No puede ser. Ya han pasado cinco minutos. Saco un pie. Lo vuelvo a meter. ¡No quiero, no quiero! ¡Mamá! Hoy no quiero ir al trabajo. Nunca quiero ir al trabajo y siempre voy, hasta cuando estoy mala de verdad. Yo quería ser princesa, pero nadie me comprendió. Se rieron de mi. Tengo un trauma con eso. Creyeron que era una fantasía infantil. !Qué mona! - exclamaron casi al unísono, compasivamente, perdonándome mi inocencia. Ignorantes. No entendéis nada. Yo no les perdoné su incapacidad de comprender el significado de princesa más allá del cliché disney. Significado y significante - explicaría doce años más tarde mi profesor de literatura. No se trataba de ponerse una corona. No era el poder lo que ansiaba, ansío, ansiaré, al menos cuando suena el despertador, sino la opulencia, el bienestar, la libertad de acción. Hedonista no se hace, se nace. Viva el placer, entendido como máxima expresión de disfrutar de la vida y sin definir, ni acorralar el concepto. Que si para mi madrugar es un suplicio, para otros es un placer. A cada uno lo suyo. No se trata de sentar cátedra.
Suena de nuevo el recordatorio primero. Es el fin. - ¡ No te resistas! - susurra mi conciencia, violando sin escrúpulos mis instintos y el calorcito de mi edredón. Frenéticamente calculo: si caliento la leche mientras me lavo la cara y me visto, cuando acabe la leche estará suficientemente caliente para que el café soluble se deshaga, pero suficientemente templada para no quemarme si me la bebo de un trago. Me comeré las galletas de camino, así que me limpio los dientes antes de salir. Conservaré el saborcito del relleno de chocolate de las galletas a riesgo de tener algún pegote de masa entre los dientes. En la vida hay que correr ciertos riesgos incluso para disfrutar de los pequeños placeres. A la de tres. Uno, dos y si me invento una enfermedad. Lo siento, tengo fiebre. He pasado mu mala noche. Creo que he pillado un virus de esos que hay ahora... Siempre hay virus de esos. Yo nunca los pillo. Virus de esos que te dan una tremenda cagalera, de las de "no hay mal que por bien no venga" porque te ayudan a perder peso sin pasar hambre, solo unos retortijones, algún que otro escalofrío, sudoración y zas! liberación, purificación, desintoxicación. Pero no, no me duele la barriga, ni la garganta, ni la tibia ni el peroné. Me duele alma porque no me quiero levantar. Con lo que me costó calentar la cama, es un desperdicio dejar este rico calorcito. ¡Aa-aayyyy! Mi alma reinventa el cante jondo. Quiero seguir recociéndome en mi bola de guata. Suena la alarme. Ahora sí que sí. Además, tengo ganas de hacer pis. Tiro la manta hacia un lado, con energía, con "no hay vuelta atrás que así se va el calor" para obligarme definitivamente y no caer en la tentación de volverme a tapar. Resignada me arrastro al baño. Veo mi futuro en el espejo. - Tu tampoco querías levantarte, ¿verdad? Al menos no estás sola, yo te comprendo. Me sonrio. Mi otro yo, más allá del espejo me devuelve la sonrisa, lánguida, con arrugas de almohada, con ojos hinchados, congestionada, con resignación. ¿Cómo decía la canción? Hoy puede ser un gran día, plantéatelo así... A ver si es verdad.
Tierras de Aidana, fertilizadas por mi imaginación. Cuentos, mentiras, noticias que no son, ocurrencias, curiosidades, lo que me venga a la mente...
jueves, 28 de febrero de 2013
sábado, 28 de enero de 2012
La última cena de Don José
En un tiempo lejano, en
el que la magia y las hadas eran parte de la vida cotidiana, un
hombre guapo y apuesto, personaje vividor y bohemio, tenía
revolucionado a todas las buenas gentes de su ciudad. Era famoso por
ser el más juerguista y también el más irresponsable. Vivía de
noche, dormía de día. Comía poco y bebía mucho. Se aprovechaba de
su belleza y don de palabras, por lo que era un mujeriego, un
rompecorazones infiel, que igual se lanzaba a conquistar una mujer
casada, que rondaba con destreza a las doncellas. Toda su vida estaba
enfocada a la diversión y al ocio. Trabajo, virtud, orden y
concierto le eran conceptos más que ajenos, repulsivos. No estaba
dispuesto a desperdiciar su vida doblando duramente el lomo como sus
convecinos y se burlaba de ellos en cada ocasión. Financiaba sus
juergas con el dinero que había heredado de una tía solterona, que
siempre estuvo enamorada del salero y donaire de su sobrino.
Se hacía llamar Don
José.
Una noche, al acudir a
su taberna favorita, se encontró con una nueva camarera, que había
entrado a trabajar por primera vez esa misma noche. Aparentemente era
una muchacha humilde. No parecía tener mucha experiencia, porque se
desenvolvía con bastante torpeza, aunque mostraba buena voluntad. La
joven se acercó a la mesa de Don José para servirle su habitual
jarra de vino tinto, conforme le había encomendado el tabernero. Don
José se sorprendió de la belleza de la muchacha. Tenía el pelo
rojo como el cobre, la tez blanca como la nieve y los labios
sonrosados como un pétalo de rosa. Pero lo que más llamó la
atención de Don José, fueron los ojos verde esmeralda y la
desafiante mirada felina de la joven, que parecía penetrarle como
una daga se hunde en la carne. En otras circunstancias, Don José se
habría lanzado despiadadamente a la conquista de la chica, con
halagos y piropos, con propinas desmesuradas y con fantasías sobre
un futuro de opulencia. Pero esa mirada inquisitiva, firme y
penetrante le dejó sin palabras. La muchacha pareció percatarse y
contestó al desconcierto de don José con una amplia sonrisa
burlona, sin desviar ni un ápice su mirada de él. De pronto se giró
sin mediar palabra y prosiguió a servir a los demás huéspedes. Don
José sintió herido su orgullo. Nunca se quedaba sin palabras, en
ninguna circunstancia ni ante ninguna persona, ya fuera joven o
vieja, guapa o fea, hombre o mujer, humilde o aristócrata. Él
siempre tenía palabras para todo y todos, así que se sentía
confuso. En cuanto se repuso de su desconcierto, se acercó al
tabernero para informarse sobre la procedencia de la muchacha. El
tabernero le contó, que la chica se llamaba Sibila, que al parecer,
era huérfana y había vivido con su abuela en una casa solitaria, en
medio del bosque, sin apenas roce con la civilización. La abuela
había fallecido y ella se había venido a la ciudad. En un principio
había solicitado un puesto en la cocina, pero al tabernero le había
parecido que su belleza sería mejor reclamo que sus potenciales
artes culinarios. Satisfecho de la información recibida, Don José
se encaminó de nuevo a su mesa y a su jarra de vino. Unos cuantos
tragos más harían despegar su lengua igualmente. Su instinto
cazador se había despertado y la muchacha sería su presa. 'Con que
gata salvaje de los bosques', pensó, 'ya haré yo que te conviertas
en mi gatita y ronronees en mi regazo hasta que me canse de ti...'
En noches sucesivas, Don
José, quería conquistar a la muchacha, pero siempre que ella se
acercaba, él se quedaba mudo como un bobo. Así que, optó por
seguir con sus borracheras y conquistas habituales para no
desperdiciar la noche. Actuaba como si Sibila no le interesara,
aunque en realidad la rabia y la impotencia le corroían. Cuanto más
rabia sentía por sentirse incapaz de conquistar a Sibila, mayores
eran sus borracheras y más mujeres arrastraba con él a su casa,
para despreciarlas al día siguiente. Pero Sibila sólo le miraba con
sus ojos penetrantes y su sonrisa burlona. Hablaba amablemente con
todos, menos con él. Como mucho un “¿le pongo más?”, al que él
contestaba asintiendo con la cabeza, incapaz de tan siquiera decir
que sí de viva voz.
Una noche de mucho frío,
se abrió la puerta de la taberna y entró una joven mujer con un
bebé en brazos que no paraba de llorar. Se acercó a Don José y le
espetó: “ ¡Este es tu hijo, hazte cargo de él y de mi como me
prometiste! Me juraste amor eterno y no te he vuelto a ver en nueve
meses.” Don José se levantó de la mesa de un salto y gritó: -
¿Cómo te atreves, desvergonzada, a hacer tales acusaciones? Yo
jamás te he prometido nada semejante y vete a saber de quién es ese
bastardo llorón. Ni siquiera se parece a mí. Lárgate de aquí, si
no quieres que te eche a patadas.” La joven mujer irrumpió en
sollozos y se marchó avergonzada, con el niño que no había parado
de llorar. - Habrase visto semejante desfachatez. - dijo don José, -
yo padre de esa criatura, si no conozco a esa fulana de nada.
¡Tabernero, una ronda para todos, que aquí no ha pasado nada! - La
gente aplaudió, menos Sibila, que le atravesó con su dura mirada,
seria y fría.
Al próximo día, llegó
otra mujer, aunque sin hijo alguno. También ella buscó a Don José.
Era una mujer de unos treinta años, joven todavía, pero ya con las
primeras arruguitas en la frente. - ¿Qué quieres de mi, vieja
decrépita? - le gritó don José para que todos pudieran oírle. Los
huéspedes de la taberna se rieron a carcajadas y la mujer se marchó
avergonzada, sin haber dicho palabra alguna.
Al tercer día llegó un
campesino en busca de don José: - Usted ha mancillado el honor de mi
hija. Ella tan sólo tiene dieciséis años, pero ahora usted tendrá
que casarse con ella. - dijo el campesino. - Casarme yo con su hija,
se ha vuelto loco. Ni siquiera sé quien es su hija y desde luego no
he sido yo quien la ha mancillado. Seguramente la habrá catado medio
pueblo y me quiere embaucar a mí. - Levantó su copa y gritó - ¡
Por su hija y por las alegrías que habrá proporcionado a estos
paisanos! - Todos se rieron y brindaron, menos el campesino, que
furioso se iba a lanzar contra Don José, cuando este sacó una daga
de debajo de su capa y apuntó con ella al campesino. El campesino se
paró en seco, justo antes de que la daga tocara su camisa. Ante las
risas de todos, se marchó cabizbajo, humillado y avergonzado.
Esa noche, don José se
quedó el último en la taberna. Borracho como una cuba seguía
bebiendo una y otra copa de vino. Mientras el tabernero bajaba y
subía del almacén para reponer las bebidas que se habían
consumido, Sibila desapreció en la cocina. Al cabo de un rato entró
con una inmensa tortilla de setas y se acercó a Don José. -Señor,
le he preparado un plato especial, para que el vino le siente mejor.
- Le colocó la tortilla delante y se sentó enfrente de él. -
¡Coma, Don José, coma. Que usted se lo merece! - Sorprendido y mudo
como de costumbre, don José tomó el tenedor y se comió la tortilla
en silencio, ante la atenta y penetrante mirada de Sibila. Una a uno
se tragaba trozos de la enorme tortilla de setas, hipnotizado por los
ojos verdes de Sibila. Cuando acabó, Sibila le retiró el plato y se
puso a fregar el suelo de la taberna. - Hora de irse, don José –
dijo el tabernero al regresar de su último viaje a la bodega.
El siguiente día, Don
José durmió mucho, mucho más que de costumbre. Cuando se despertó,
sentía un extraño picor en la cara. Se fue al baño, a mirarse,
lavarse y mirarse en el espejo. Le pareció verse la piel un tanto
verdosa y le habían salido unos cuantos granos en la cara. Tenía
muchas ganas de darse un baño. Llenó su bañera de agua hasta el
borde y se sumergió en ella, hundiendo incluso la cabeza debajo del
agua. El picor desapareció y Don José sintió un gran placer al
encontrarse completamente hundido en el agua de su bañera. Pasó
mucho tiempo así, hasta que un sirviente llamó a la puerta y le
ayudó a salir de la bañera y a vestirse. No tardó en volver a
sentir picores y una extraña sequedad en la piel. Además habría
jurado que su ropa le quedaba varias tallas grande, pero pensó que
probablemente habría perdido peso sin darse cuenta. Como de
costumbre, se fue a su taberna favorita. Sibila no estaba. El
tabernero le informó, que Sibila había insistido en poder demostrar
sus dotes de cocinera y que le había cocinado al tabernero un asado
tan exquisito, que bien valía la pena prescindir de su belleza para
atender a los clientes y aprovechar sus habilidades con los pucheros.
Varios clientes se encontraban ya degustando apetitosos guisos y
asados entre “oh” y “mmm”, “ qué bueno”, “qué rico”
o “qué maravilla”. Don José sintió hambre al verles comer con
tanto placer y dijo: - Que me haga una tortilla de setas a mi y tu
tráeme también una gran jarra de agua. - ¿Un jarra de agua? - se
sorprendió el tabernero. - Sí, una jarra de agua y una tortilla de
setas. ¿Algún problema? - dijo Don José en tono altivo. El
tabernero obedeció sin rechistar. Luego Don José se comió la
tortilla, bebió mucha agua y más vino y, como de costumbre marchó
borracho a su casa, pero mucho más temprano que otros días, porque
el picor de la piel y la extraña sensación de sequedad le producían
desazón. Cuando llegó a su casa, llenó de nuevo la bañera de agua
hasta el borde y se sumergió en ella, sintiendo otra vez gran alivio
y placer al sumergirse por completo. Tan a gusto estaba, que se
durmió en la bañera.
Al día siguiente ya por la tarde, el sonido de una gran
mosca revoloteando por el baño despertó a Don José de su sueño en
remojo. La mosca vino a pararse justo en su nariz. Los ojos de Don
José bizquearon hasta conseguir enfocar a la mosca. De repente,
instintivamente, abrió la boca y su lengua salió disparada como un
rayo, atrapo la mosca y Don José se la tragó. De un salto Don José
se levantó y horrorizado pensó: “¡Cielo santo, me he comido una
mosca y peor aún, me ha gustado!” Como una flecha salió de la
bañera y se secó a toda prisa. “Iré a tomarme un buen trago de
vino para olvidar lo que acabo de hacer.” pensaba mientras se
vestía rápidamente. La piel volvía a picarle y le pareció que la
ropa le estaba aún más grande que el día anterior, pero el
recuerdo de la mosca tenía que ser borrado cuanto antes. Se fue
corriendo a la taberna. Entró jadeando y corrió a la barra. - Qué
mala cara tiene usted hoy, Don José – dijo el tabernero, - le veo
como verde. - ¡Vino! - gritó Don José, - y agua y una tortilla de
setas, rápido. - El tabernero obedeció y marchó la comanda. Pronto
Don José se encontraba comiendo y bebiendo ansiosamente. Cuando
acabó todo, levantó la mano y gritó: - Sírveme más croc. - ¿Más
qué? - preguntó el tabernero. - Croc, más croc. - dijo Don José
con extraños movimientos de la lengua, como si esta no le
obedeciese. - ¡Está borracho como una cuba! - gritó un cliente y
todos se rieron. - Croc, croc, croc – insistía Don José, ya con
desesperación en la mirada. Cuando el tabernero también empezó a
reírse a carcajadas, Don José salió corriendo de la taberna.
Corrió la calle mayor hasta las afueras de la ciudad, tropezando de
vez en cuando con los bajos de sus pantalones, que por momentos eran
más grandes. El picor de la piel era insoportable, y la sequedad que
sentía por dentro y por fuera le estaba quemando. Siguió corriendo
hasta llegar a un riachuelo cercano. Instintivamente se arrancó toda
la ropa. Desnudo se miró las manos y al separar los dedos descubrió
unas finas pieles entre los dedos. Saltó al agua sin más y un
inmenso alivio y placer le hizo olvidar toda preocupación. El agua
estaba muy fría, pero para Don José estaba perfecta. Ahí se quedó,
chapoteando y nadando, encogiendo, enverdeciendo día tras día y
sobre todo, feliz cazando moscas...
Un día, Don José se
encontraba tomando el sol sobre una roca y cantando una canción que
se había inventado a base de “croc-croc”, cuando llegó Sibila
al riachuelo. Don José la reconoció enseguida y se quedó
petrificado. “Soy yo, Don José.” - pensó en decirle. “Creo
que estoy encantado o algo así. ¡ Ayúdame, por favor!” - pensó
con ansiedad, pero no conseguía decir ni “croc”. - ¡Venga
conmigo, Don José! - dijo Sibila con la mirada clavada en él y una
sonrisa burlona en los labios. -Va usted a complacer a unas cuantas
mujeres esta noche. Será el deseo de todas ellas. Don José
obedeció y saltó a la cesta que llevaba Sibila. Expectante la
miraba, hipnotizado por sus ojos y mudo.
- ¿ Qué vas a cocinar
hoy? - dijo el tabernero cuando vio llegar a Sibila con una gran rana
en la cesta. Sibila echó una última sonrisa al interior de la cesta
y cerró la tapa: - Un plato, que en tierras lejanas llaman “Venganza
de las mujeres”. - ¿En serio? - dijo el tabernero sorprendido.
Sibila soltó una carcajada. - No tengo ni idea de cómo lo llaman en
otros sitios, pero aquí serán “ancas de rana al vino”, una
sorpresa para las señoras de aquella mesa. - En el fondo de la
taberna, sentadas en una mesa, se encontraba una mujer joven con un
bebé, una treintañera con algunas arrugas en la frente y una
muchacha de no más de dieciséis añitos.
Durante muy poco tiempo Don José tomó conciencia, de que su destino era una olla, acompañado de verduras y bañado en vino tinto: lo que tardó el cuchillo de Sibila en convertirle en carne para su guiso.
- Croc -
domingo, 22 de enero de 2012
Recuerdos al atardecer
Tibio y cansado el sol
se acostaba sobre el horizonte, tiñendo de rojo el cielo. La vieja
miró al hombre mayor sentado a su lado, ensimismado y con la mirada
puesta en el infinito. Por un momento le pareció que ese señor
arrugado y de ojos descoloridos se daba un aire al joven que conoció
hacía ya muchos años atrás. Recordó su franca sonrisa y como al
besarle bajo la luz del atardecer su corazón latía con fuerza y sus
labios temblaban de excitación. Su recuerdo le resultaba mucho más
familiar que las caras de la gente que cada día le eran más
extrañas y desconocidas, como la del hombre mayor, que sólo le era
vagamente familiar. No sabía quien era, pero algo en su interior le
decía que seguramente se conocían de algo. Mientras lo pensaba, él
se giró y con una mirada de amor triste y resignado le dijo: “¿Nos
vamos a casa, querida? Parece que refresca.” Ella, sintiéndose
joven y aventurera como antaño, tomó su mano y se dejó llevar,
pero sólo, porque su cara le recordaba mucho al que fuera el amor de
su vida...
sábado, 21 de enero de 2012
El beso
Despertó, miró a su
marido y sintió un fuerte deseo de que la besara, pero él se
levantó adormilado y sin mediar palabra se fue al baño. Al salir
por la puerta, ella le miró y nuevamente deseó ser besada, pero lo
dijo con el pensamiento, que él desoyó. Llegó el mediodía.
Esperanzada recibió a su marido, que volvía del trabajo. “Ahora
me besará”, soñó despierta, pero se quedó con las ganas,
porque él regresaba malhumorado tras una dura mañana. Comieron
juntos, él cabizbajo, ella anhelando un beso de postre. Mientras
ella retiraba la mesa, él cabeceó diez minutos de más en el sofá
y tuvo que volver con prisas al trabajo. Ella se consoló: “No dio
tiempo ni para un beso.” No fue diferente el regreso de la tarde,
ni la cena del mediodía. Por la noche en la cama, ella pensó
“Entonces mañana”, pero él se quejó: - ¡Ya nunca me besas!
Suscribirse a:
Entradas (Atom)