Todo empezó hace
unas dos semanas. El anuncio de la primavera no vino de mano de la
publicidad de unos grandes almacenes. Ni siquiera coincidió con el
calendario oficial. El anuncio me lo hizo una hormiga exploradora que
cruzaba la pantalla de mi ordenador, mediante su mera presencia: Hace
calor, nos hemos despertado y venimos a ver qué hay de papeo en
tu/nuestra casa, no importa que sean residuos, miguitas de lo que sea
o comestibles en perfectas condiciones. Yo soy solo una de miles. Mi
reina se ha puesto a poner huevos a troche y moche y mis hermanitas
tienen hambre. Como comprenderás, vamos a ser insistentes,
pertinaces, recurrentes, invasivas, implacables y todo ello con una
disciplina que ya quisieran los germanos.
Confieso que siento
cierta fascinación por las hormigas a la par que un sentimiento
amor-odio. Al observar una fila de hormigas haciendo un recorrido, se
puede ver como siempre, absolutamente siempre, todas se comunican con
todas rozando sus antenitas. No importa cómo lo hacen, pero el
mensaje es claro: en tal sitio hay condumio. No es que las hormigas
no tengan un derecho legítimo, un derecho natural a alimentarse como
toda criatura, lo que me molesta es que lo hagan en mi casa.
Es más, no es que
vengan a mi casa y se lleven las migas de pan que no hemos barrido,
es que lo husmean todo y a la que te descuidas las tienes poniéndose
ciegas con la “bomba de chocolate” con la que me quería dar yo
un chute de endorfinas. Convendrán ustedes que eso despierta
instintos asesinos. O sea, me doy un paseo de quince minutos hasta la
panadería para mercarme el susodicho pastelito, icono de gula
femenina premenstrual, y resulta que la marabunta recorre quince
centímetros desde el enchufe por donde tienen su puerta secreta
hasta mi amada y predestinada bomba de chocolate y la colonizan. ¡Un
puñetero manto de hormigas frenéticas muerden, comen y cortan a
cachitos minúsculos MI capricho!
¡Pues va a ser que
no!
Soldados, obreras, su majestad y el hormigón armado: ¡Es la
guerra!
Creía que aplastar
con el dedo a vuestras exploradoras era aviso suficiente, pero no. Ya
veo que no os amedrentáis. ¡Pues yo no me ando con chiquitas y la
bomba de chocolate es mía!
Rauda traigo y
enchufo la aspiradora. Con el mando al desnudo succiono generaciones
enteras de sorprendidas hormigas. No tardo mucho en dejar mi
pastelito limpito de nuevo. Siempre puede más el ansia que los
escrúpulos si no hay otro dulce en la casa. ¿Otro dulce en la casa?
El horror de mi bomba de chocolate colonizada no me había dejado ver
la autopista de seis carriles y medio (es que zigzaguean mucho) que
se dirigía implacablemente hacia los goznes de mi despensa. ¡ Ah,
no! ¡Esto sí que no! ¡ My home is my castle and su despensa su
alma mater! Yo tampoco he leído El Arte de la Guerra de Sun Tzu
(aún) y en estos momentos no descarto que se trate de una gran
laguna cultural.
Con cara de asesina
en serie dirijo el tubo de la aspiradora hacia la maratón pro
despensa y arraso: Highway to hell en la bolsa de la aspiradora. Son
tantas que se oye un frufrú al aspirar que suena a música heavy
metal. Abro la puerta de la despensa y ¡horror! ¡Están por todas
partes! Un hervidero de hormigas sube y baja por doquier, escalando
por las cajitas de te, en dirección opuesta a su entrada. Final
station es el azucarero, tan lleno, que en vez de azúcar moreno
parece azúcar negro. El azúcar se convierte en daño colateral,
mientras ellas fenecen succionadas por un oscuro destino.
Frenéticamente
recorro cada rincón, cada paquete y bote, cada bolsa, cada caja,
cada arista y toda superficie con el tubo de la aspiradora. ¡Morid,
intrusas, ladronas, gorronas, morid! Si os hubierais conformado con
las migas del suelo, tal vez habría sentido piedad, tal vez, pero no
invadiendo una armario sagrado. Fru, fru, fru, no se acaba no. Fru,
fru, fru, al tubo te vas tu. Venga salir de los pliegues de alguna
caja con gesto de - ¿Hola? ¿Dónde estáis? ¿Compañeraaaaaa?
¡Fru! ¡Fru! ¡Fru!
Tras 15 minutos de
batalla cruenta no queda enemigo a la vista. Sonrío satisfecha, pero
sé que no puedo saborear mi victoria. Esto sólo es el principio de
una desesperada y pertinaz guerra de supervivencia y me temo, que
hasta puede que yo lleve las de perder, porque no paro de pensar que
esa gran familia de hormigas excava grandes laberintos de perfectos
caminos por las paredes de mi casa y que a la fuerza, algún día la
dejarán como un colador. Solo es cuestión de tiempo, que se
desplome cual castillo de naipes, aunque no cejaré en mi empeño de
combatir con fiereza al enemigo. Voy a considerar armas biológicas,
químicas y la masilla “repara grietas” como armas a emplear
mañana. Mientras tanto repetiré mis implacables incursiones cada
media hora en lo que será una fase de guerra de desgaste. Digo yo,
que lo de poner huevos tendrá un límite, ¿no?