sábado, 27 de junio de 2015

Y dos huevos duros...


        Hace unos meses visité a un cliente. Mientras esperaba sentada junto a un empleado joven de la oficina, entró por la puerta un operario del almacén: Pelo negro espeso con raya en medio, gafas redondas, cejas negras y anchas  y con bigote  rectangular y negro como un tizón. Porque no llevaba puro, ni frac, porque sino habría sido la reencarnación del actor y humorista Groucho Marx. Era "pastaico". Conforme lo miro y tras el primer impacto, me las veo y las deseo para no partirme el pecho de risa y gritar aquello de “¡más madera que es la guerra!”. Me saluda, le saludo, me contengo la risa, pero debo parecer increíblemente simpática, a pesar de quedarme muda cual Harpo. El doble de Groucho Marx pone cara de poker, pero me ha pillado seguro. Ese look no puede ser casualidad y mi cara tenía que ser un poema.

      Cuando por fin se ha ido, le comento al oficial el asombroso parecido de su colega con Groucho Marx. 
- ¿Quién?, me contesta el pipiolo.
- ¡Cielo Santo! ¿ Cuántos años tienes?, le espeto sin el menor pudor, sintiéndome abuela instantáneamente. Recordemos, que esas películas eran en blanco y negro, de cuando solo había dos canales, el televisor tenía un botón de rosca para cambiar de canal, por supuesto no era plano y yo era, por orden paterna, el mando a distancia. Las películas de los Hermanos Marx, que ya tenían 30 años cuando yo las veía de niña, eran divertidas y mordaces, llenas de burla de la sociedad, con altas dosis de humor absurdo. En resumen, películas que a una servidora siempre han encantado y que volvería a ver con el mismo cariño que a Indiana Jones en La última cruzada.

       Sin embargo, el joven profesional que me acompañaba (angelico, que le eché 30 años y tenía solo 24) ha nacido con el mando de la tele bajo el brazo en vez de con un pan, como hacíamos antaño, para que los padres nos lo llenaran de fiambre. Tendrá "i-todo" y no sabrá lo que es una carta de ajuste. Seguramente nació sabiendo programar un vídeo, mientras que yo me he permitido el lujo de no aprenderlo nunca. Eso que me he ahorrado, porque  ya no se usan.

      Buscamos imágenes de Groucho Marx a través de San Google omnisciente. Parece que estamos viendo el álbum familiar de su colega. Se me escapan las risas mientras mi compañero de fechoría reconoce que efectivamente su colega es clavado a Groucho Marx, pero sigue sin haber oído hablar de la estirpe, ni le suena siquiera ningún título de sus películas. Vehementemente le insisto en mirar alguna cinta de los Hermanos Marx, aunque sea por adquirir un poco de cultura cinematográfica ( y eso que yo tampoco soy ninguna experta, ni mucho menos) y con la misma vehemencia le insisto en que haga el favor de quitar las fotos de su pantalla antes de que entre el otro y vea el retrato de un señor muy famoso que podría ser su padre y que conoce seguro, vamos, que me la juego. Hay bigotes con identidad propia, inconfundibles, únicos, asociados por todo el mundo a un determinado personaje famoso, y el bigote rectangular de absurdas dimensiones de Groucho Marx es uno de ellos. Conseguir esa forma al natural, que no pintada, requiere, amén de ser peludo, de mucha intencionalidad. No lo tiene quien quiere, solo quien puede.

      Pero mi "iniciadado" en el mundo de los Hermanos Marx se había quedado clavado delante de la pantalla, fascinado por el parecido. - ¡Quítalo, por favor, que va a pasar tu colega de un momento a otro y nos va a pillar y me muero de la vergüenza! En tu casa te ves una película, pero ahora quita esas fotos.  Los segundos se arrastraban en vez de correr. - Que lo quites, chiquillo! - le rechinaba entre dientes... Pues le costó un rato despegarse de su descubrimiento, justo antes de que volviera la viva imagen de Groucho Marx a atravesar la estancia. Nuevamente saludó y le sonreí con cara de Harpo.
¡Sabe que lo sé!, pensé, muda, y recordando que tengo el pelo rizado como Harpo. Seguro que Chico se asoma por el umbral de la puerta de un momento a otro, o Zeppo, o los dos y "¡dos huevos duros!".

      Salí a respirar un poco el aire y a buscar un cómplice de mi generación, para echarme unas risas en compañía, que me gustan más, que ser la única que entiende el chiste. Encontré al ingeniero de la empresa, que ya peina canas y en algunos trozos de su cabeza no peina nada. No es que le tuviera mucha confianza al hombre, vamos que no habíamos hablado antes, pero yo estaba ansiosa por dar con un compinche de verdad. Decir aquello de “la parte contratante  de la primera parte será considerada por la parte contratante de la primera parte...” y que te entiendan. Tuve suerte. Terreno abonado. 

      - ¿ A qué síiiii? Se puso todo contento. Llevaba meses sin atreverse a comentar el mismo descubrimiento con nadie de la empresa. ¡ Qué angustia!, pienso para mis adentros. "... ¡Deje ese ridículo puesto de cacahuetes y le daré un empleo en el gobierno!..." ¿Tener que callar un secreto a voces? ¿Acostumbrarte en silencio a compartir tu vida ocho horas al día con el doble de Groucho Marx sin soltar alguna parida? ¡Cuánta contención!  Por un momento me siento afortunada. La suerte a veces se encuentra en los detalles más absurdos. ¡Qué rápido he podido quitarme la impresión surrealista de encima y además crear escuela!

miércoles, 18 de marzo de 2015

69



Llega una o uno a la edad “hay que”: o haces ejercicio o cualquier día te quedas hecha un cuatro delante del ordenador y ya no hay forma de estirar las piernas. A eso le sumas otras alegrías que vienen a la “mediana” edad, como la vista cansada o el ánimo cansado de ver noticias enervantes que hacen sentirte impotente. Antes de que esa impotencia se traslade a tus huesos y músculos, “hay que” reaccionar y hacer algo para mover el esqueleto...

La primera intentona consistía en salir a andar unos cinco km a paso ligero y a mitad camino mortificarse con unos aparatos de “talla única” que ha puesto el ayuntamiento justo delante de un cruce, de forma que todos los coches que se paran en el semáforo siguen por unos minutos la plasmación de unos buenos propósitos. ¡ Que se vea que estoy en forma! ( o al menos aparento públicamente tenerla). “Hay que” hacer deporte, y no desplazarse en coche a comprar el pan, censuro con mi mirada a los conductores, aunque haga frío, aire gélido y una humedad que te cala hasta los huesos, mucho antes de que las glándulas sudoríparas hayan exprimido la primera y triste gotita de sudor. ¡Las inclemencias del tiempo se combaten con “cardio” ( dícese de los ejercicios que te hacen sudar la gota gorda y sacan a la luz la penosa situación de tu fuelle, también se llaman quematocinos o matapersonas)!

Al cabo de dos semanas llegué a la conclusión de que el único que era feliz con el paseo era mi perro, para quien lo de mear todas las esquinas, árboles, farolas, ruedas de coche y papeles volando a lo largo de cinco kilómetros de trayecto nuevo es pura pasión y no le da pereza alguna levantar la pata una y otra vez. Nosotros también estuvimos levantando las piernas hacia delante y atrás al mismo tiempo en uno de esos aparatos unisex, unicolor y únicos para descoyuntarte como quien no quiere la cosa. Sendas tendinitis y tirones musculares dieron al traste con la nueva rutina vigoréxica. Se impuso el reposo casero y la conclusión de que salir diariamente a hacerse la milla del colesterol acaba siendo un coñazo mayúsculo.

Entonces surge la idea de hacer ejercicio en casa, sin tener que ponerse un modelito deportivo fashion con reflectantes fosforescentes, ni salir a empapar a la vecindad con el tufo de tus feromanas premenopáusicas. Es tan molesto sudar públicamente y no poder ir a tomarse una cervecita después. Felizmente rescatamos la WII del armario de los juegos, que aunque ya ha pasado por otras manos, está como nueva. Y como nueva quería quedarme yo haciendo ejercicios “wii-fit”. 

Conectamos la WII, no sin descubrir que las baterías del mando habían estirado la pata derramando su ácido interior sobre las conexiones. También descubrimos que lo de usar una WII está en desuso tirando a descatalogado y que ni “los chinos” tienen una mala copia del mando. No quedó otra que rascar y rezar y... funcionó. Ya nada se interpone en mi camino con su letrero en forma de flecha que reza “hay que...” Así que, me hice un avatar, un alter ego animado, un muñeco que por mucho que lo intentara no se parecía en absoluto a mi, de lo que se concluye que no solo salgo mal en las fotos posando en persona, sino que incluso mi avatar es poco fotogénico. Al final del proceso, me puse una barba y exclamé feliz: “¡ Mira, Aidanita Wurst!”

“Bienvenida Aidana a Wii – Fit. Vamos a hacer primero un test para comprobar tu estado de forma física o cuán atlética estás...” Descalza, encima de la tabla, introduzco mi edad y estatura e indico que llevo “ropa pesada” (soy muy friolera y llevaba como cuatro capas arriba). “Ahora vamos a hacer un ejercicio de equilibrio...” que consistía en mantenerse a la pata coja durante unos 30 segundos. “¡Buá, está chupado!” Me decido a usar mi pierna izquierda como pierna de apoyo (tradicionalmente era la pierna fuerte y de equilibrio, de salto...la buena, vamos) y alzo la derecha. Me invade el espíritu de Kárate Kid. Hasta ahí todo bien. Pero el tiempo es algo subjetivo. Los 30 segundos a la pata coja se me hicieron una eternidad, con tal tembleque en el tobillo que mi cuerpo se salía de la escala Richter por todos los costados. Con todo, sudando como si acabara de hacer dos horas de spinning, me alegro de que la dulce voz de “Wii – san” me informe de que mi equilibrio es casi perfecto, una miaja escorada hacia la izquierda. 

La simpática voz de Wii-san me anima a probar mis habilidades en el siguiente ejercicio, que consistía en cambiar el equilibrio de una pierna a otra, manteniendo las rayitas que salen en la pantalla dentro de unas franjas cada vez más estrechas y más alejadas entre sí durante tres segundos. Nuevamente es pertinente recordar que la percepción del paso del tiempo es sumamente subjetiva. Tan afanada por lucirme, no me fijé en la viñeta pequeñita que explicaba como hacer el ejercicio en condiciones, de forma que acabé adoptando posturas imposibles y casi me descoyunto y desmonto a lo Mr. Potato, para no pasar del segundo nivel – había ocho – y la tía idiota que habla por la tablet (“Wii-san”), prima hermana de la del tom-tom, me pregunta que si tropiezo mucho al andar. ¡Será estúpida! Si tropiezo es por despiste, no por descoordinación de mis miembros inferiores.

Exhausta, convencida de que me he roto algo seguro o que se me deben haber desplazado un par de vértebras del sitio, espero pacientemente que la señorita de la tablet me calcule mi índice de masa corporal, mi peso, y mi estado físico “Wii”. ¡Toma ya!, ¡Peso ideal!, aunque me recomienda bajar mi índice de masa corporal a 22, porque la gente de ese IMC enferma menos, y medio kilo más me mete en la zona roja del sobrepeso. ¡ Cachis! Lo que no dice, es que como mujer de “mediana edad”, corres el riesgo de que la fuerza de gravedad haga mucho más efecto en tu cuerpo que los beneficios de 5 kilos menos. Me marco como objetivo bajar 1 kilo en un mes, plazo y cantidad razonable si no quiero quedarme arrugada y fofa como un globo desinflado. Felicitaciones de Wii-san por mis nuevos propósitos, tan nuevos que ni me los he hecho jamás en año nuevo. Soy realista. Semejante propósito está destinado al fracaso, pero no se lo digo a Wii-san. Sin embargo, ella parece intuir mi secreta auto-traición y me espeta su sentencia final: ¡¡¡Aidana, su edad Wii-fit es de 69 años!!! ¿Será cabrona? ¿¿¿ 69??? Mi marido, convertido en un Tiger Woods de zapatillas y chándal deslavazado ensaya su swing con el mando de la WII y sonríe en silencio. Es tan prudente y yo una adelantada de mi tiempo... 22 años... Por cierto, yo también pensaba que lo de “69” era un número chulo, sugerente..., pero Wii-San lo ha fastidiado todo.