lunes, 3 de marzo de 2014

La golosa

          Érase una vez una joven muy golosa que se enamoró de un pastelero. Él le hacía sus mejores pasteles y ella los disfrutaba con auténtica devoción. Se daba unos tremendos atracones. Pero siempre que ella le pedía que le hiciera su pastel favorito, él se ponía serio, taciturno y dejaba de disfrutar al verla comer. Dejó de hacerle su pastel favorito. En contadas ocasiones, como para su cumpleaños, él se avenía a hacerle su pastel favorito, pero lo hacía con desgana. No ponía cuidado en los ingredientes, ni en la elaboración. Lo hacía a la correprisa como si fuera un castigo para él. Cuando ella se quejaba obtenía la callada por respuesta.

            Con el tiempo, el pastelero fue perfeccionando su arte y la joven golosa disfrutaba cada día más con sus dulces. El pastelero era muy celoso y le decía: - Mis pasteles son solo para ti y solo tú los disfrutarás, pero a cambio debes prometerme que nunca comerás los pasteles de otro pastelero, por mucho que te tiente su escaparate. Y así lo hizo. Se casaron, y aunque no tuvieron hijos y no todo era perfecto, ella era feliz con su pastelero y los dulces que le preparaba. Ella no dejó de mirar otros escaparates porque era muy golosa. Incluso olisqueaba los aromas de otros pasteles, pero nunca jamás probó siquiera un pellizco de los ricos manjares que ofrecían otros pasteleros. Compraba empanadillas de carne y de atún en cualquier establecimiento, pero solo comía los dulces que le preparaba su pastelero cada día con mayor maestría.

            Un día, por casualidad, por suerte o porque el diablo se aburría, un joven pastelero le ofreció empanadillas. Era simpático y dicharachero. Hablando, hablando le confesó ser tan goloso como ella y que su recetario era de lo más extravagante. Ella se asomó con descaro a su escaparate sabiendo que eran dulces prohibidos, pero le gustaba que los olores, colores y formas de sus pasteles le tentaran. Y se imaginaba saboreando desde las recetas más tradicionales hasta las más novedosas y atrevidas. Pero sobre todo algo le atraía con fuerza poderosa a ese escaparate prohibido: ahí estaba en el centro del escaparate y sobre un pedestal, su pastel favorito. Ese pastel que tanto añoraba y cuyo disfrute le hacía perder el sentido como ningún otro. Tanto le gustaba, que sospechaba que jamás se hartaría con él.

            Otro día, el jovencito pastelero comenzó a relatarle sus recetas, sus ingredientes y proporciones, sus composiciones y sus ansias por probar nuevos ingredientes, nuevos sabores y con ello, nuevas sensaciones solo aptas para los más golosos. Ella le escuchaba con atención y devoción. La boca se le hacía agua y se extasiaba solo con imaginar el placer de semejantes dulces.
                    Me gusta la canela, decía con un ruego.
                    Yo te daré canela, toda la que quieras, que mi despensa está llena y por darte en el gusto esparciré una brizna de canela en cada pastel, que me gusta darle ese aroma a mis dulces y más me gusta que te guste a ti. Porque el sueño de un pastelero es encontrar una mujer golosa y cuanto más ansías mis pasteles, más ganas tengo de hacértelos, tan grandes y tan sabrosos que reboses de satisfacción.
                    Deseo comer tus pasteles. Me duele el estómago de tanta hambre que me da oírte, decía ella. - Pero no debo comer pasteles que no sean de mi pastelero. Lo prometí y lo he cumplido por más de diez años.
                    Yo ardo en deseos de que pruebes mis recetas, sobre todo tu dulce preferido, que me muero por sentir como tu gula se hace éxtasis, le susurraba él, pero no quiero ser el responsable de tu desdicha.
Y ella la instaba: - Déjame ver tu horno. Quiero conocer donde cocinas. Enséñame tu uniforme. ¿De qué color son tus botones?... Pero él se excusaba de mil maneras: - No puedes venir, porque tengo que hacer muchas empanadillas; no tengo tiempo, porque he de limpiar el horno; no puedo, porque mi madre me lava hoy el uniforme y yo he de vigilar como gira el tambor de la lavadora...

            Pero llegada la noche, mientras su marido trabajaba en su propio horno, por teléfono el joven le susurraba sus recetas. - ¿Te gustan mis propuestas, golosa, espolvoreadas de canela? - Sííí, gemía ella, dejando que todos esos sabores explosionaran en su imaginación. Así siguió durante mucho tiempo, oyendo relatos sobre el buen hacer del joven pastelero y cuando comía con ansia los dulces de su propio marido pastelero, en su mente se mezclaban las recetas y, a veces, le sabían doblemente mejor y otras se le cortaba la nata. Los relatos eran cada vez más frecuentes. El joven pastelero disfrutaba contando y escuchando como ella se deleitaba. Ella por su parte, aguardaba con ansia sus relatos de recetas extraordinarias. Día y noche pensaba en esos pasteles prohibidos y día y noche el estómago le rugía y la boca se le hacía agua.

            Hasta que un día no lo pudo soportar más y se fue a la pastelería del joven. - Ábreme la puerta y déjame que pruebe tus manjares. Sobre todo, si dejas que me empache de mi pastel favorito, cataré cualquier receta que me propongas. Comeré de tu mano si me das ese dulce que tanto anhelo. Con regañadientes él accedió y al ver que era cierto que ella verdaderamente era muy golosa, él disfrutó dándole a probar sus recetas más tradicionales y una buena ración de su pastel preferido hasta que quedó satisfecho y cansado de tanto hacer. Ella disfrutó intensamente, dejándose llevar por aquellos sabores, que no eran nuevos, pero sí eran prohibidos. En especial gozó devorando su pastel favorito, pero por mucho que comiera de uno u otro, no consiguió saciar su apetito.

            A partir de ese día, para ella todo cambió. Miraba a su viejo pastelero que había alcanzado la maestría, pero no podía borrar de sus recuerdos las recetas del joven. Le vinieron dolores de estómago, indigestiones varias de tanto azúcar, pero su ansia por los dulces no cesaba, no menguaba, no le dejaba vivir. Cuando estaba con su viejo pastelero lo miraba con compasión, con el corazón en un puño por los remordimientos y sin hablarle le decía: ' Ya no soy quien tú crees que soy. Adoro tus pasteles, pero he comido dulces prohibidos. No me han dejado ahíta, pero estaban tan dulces y sabrosos que quiero más. Y te lo contaría, incluso los compartiría contigo, pero si te lo confieso, dejarás de hacer pasteles para mí y yo moriré de hambre.' Así que guardó su secreto bajo siete llaves y siguió escuchando recetas con canela y visitando al joven pastelero cuando su marido no estaba.

            Sin embargo, el joven se hacía de rogar. - No tengo tiempo de hacerte mis pasteles. Te tienes que conformar con la receta e imaginártelos. Y cuando le visitaba pedía: - Come de mi mano los pasteles que yo quiera y la próxima vez te haré tu pastel predilecto para que te hartes hasta que revientes de placer, que estoy deseando verte disfrutar con él, pero hoy no, que estoy cansado de tanto batir claras a punto de nieve. Una visita tras otra la despachaba con recetas tradicionales y no le hacía el dulce ansiado y favorito. - Come de mi mano y te lo daré otro día. Y ella comía y saboreaba y gozaba, pero no se saciaba y todo le sabía a poco, porque lo que más deseaba era su pastel preferido, porque el placer de saborear ese pastel no tenía parangón. Solo un bocadito de ese manjar era mejor que todos los demás juntos. - Come deprisa, que mañana tengo que madrugar para hacer muchas empanadillas y me faltan ingredientes y me falla la maquinaria y me agobio haciendo empanadillas, pero con ellas pago la luz de mi horno. Come deprisa golosa, y come los pasteles que a mí más me gusta verte comer. - ¿Y mi favorito?, suplicaba ella. - Come y calla, que sé que estos también te gustan y estos ya los tengo hechos. Ella comía y gozaba, pero no se satisfacía y la añoranza por su dulce predilecto le hacía sentir cada día más pena. Había traicionado a  su viejo pastelero por comer su pastel favorito, pero ni comía ese dulce, ni encontraba canela en los otros, que habrían hecho de un pastel convencional un pastelito excepcional.

Un día, tras una noche sabrosa, pero nuevamente sin catar ni la crema de su dulce preferido, se marchó de la pastelería del joven pastelero sintiendo un gran vacío en su estómago y dándose cuenta que se sentía profundamente triste, desdichada y miserable y que tanto dulce seguramente acabaría en diabetes y dando con su cuerpo al traste. Lloró amargamente durante el camino. Lloró con arrepentimiento durante todo el día, y seguirá llorando por siempre su traición imperdonable.


¿Moraleja?

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