viernes, 30 de agosto de 2013

El Tíosidoro o pragmatismo rural



       El tío Isidoro, o Tíosidoro, es delgado y apenas sobrepasa el metro y medio de estatura. La genética y la escasa alimentación de la infancia durante la posguerra española a base de cachulí, que se hace de las harinas de las almortas o guijas, no le han permitido despuntar más. Hoy día apenas se plantan guijas y la mayoría de las que sí, sirven de forraje, pero tienen el inconveniente de producir meteorismo tanto en humanos, como en animales ( pedos de los que huelen con y sin ruido al ser expelidos). Pero no va la historia por caminos escatológicos.

       El Tíosidoro, pequeñete él, tiene mucho nervio y pocas calorías. Eso le lleva a realizar las tareas del campo, porque es agricultor manchego que honra su patrón San Isidro, a unas velocidades de vértigo. En épocas de vendimia, se conoce que tener la misma altura que las cepas, amén de la experiencia, habilidad y nervio ya comentado, le otorga una sensible ventaja comparativa y consecuente mayor rendimiento. Mientras el resto de la cuadrilla vendimia a tajo parejo, el Tíosidoro tarda na y menos en adelantarles varios hilos o filas de cepas. Es una máquina.

       Cuando empieza la vendimia en Castilla la Mancha, el verano ya se ha despedido. Un frío viento, el Solano, refresca los pueblos de la meseta, que durante tres meses de verano son tan calurosos, que el que tenga que andar por el sol a mediodía se siente faquir o perdido en una sauna. Pero en vendimia, el calor es un recuerdo lejano. El frío arrecia, en especial cuando se madruga a las cinco de la mañana para llegar en tractor hasta la lincha más lejana y comenzar el tajo con los primeros rayos del sol. El rocío contribuye aún más a que el frío penetre en el cuerpo, por lo que es importante abrigarse bien. Tíosidoro, a cosa de las nueve de la mañana, hora del almuerzo, ya se había desprendido de su tabardo y dos jerséis de lana, de los gordos, gordos. Para el mediodía le habían seguido otros dos jerséis y varias camisetas de manga larga, dejando un reguero de prendas por las cepas, de forma que Tíosidoro parecía la versión rural de la increíble historia del hombre menguante. 

       Un año, la familia se fue a recoger aceitunas, o sea, después de Reyes. El invierno crudo había castigado los olivos. La mayor parte de la cosecha estaba en el suelo. Era necesario recoger las aceitunas caídas a mano, una a una, ayudados por unos sacos de arpía rellenos de paja en los que hincar las rodillas. Antes de salir, el Tíosidoro se había estado quejando de un fuerte dolor de cabeza. Se tomó una pastilla por recomendación de la tía Carlota, su mujer, y fue con los demás a recoger aceitunas.
Debajo de cada olivo se situaban varios miembros de la familia, arrodillados en los sacos mullidos, a recoger laboriosamente las aceitunas caídas y a charlar animadamente de esto y de lo otro. Pero ese día, el Tíosidoro no estaba para trotes. La faena no le cundía como de costumbre. En su cara había dolor y sus movimientos eran a cámara lenta. Frecuentemente cerraba los ojos y dejaba las manos extendidas, sin acabar de coger ninguna aceituna, como si se hubiera quedado paralizado. Poco a poco se fue encorvando, plegándose sobre sí mismo, hasta que llegó un momento en el que el peso de la cabeza venció todo el cuerpo hacia delante, hincó la frente en la tierra y se quedó con el culo en pompa. Casi hubiera parecido un musulmán rezando, si no fuera porque los pies se despegaron del suelo. Se quedó en posición fetal, pero de canto.

- ¡Isidoro!, gritó la tía Carlota asustada. -¿Isidoro, qué te pasa? Tíosidoro levantó pesadamente la cabeza, con la frente manchada de tierra. - No sé, contestó adormilado y volvió a hincar la cabeza en la tierra, durmiéndose al instante. - ¿Isidoro? ¿Muchacho, estás bien? ¡Isidoro! Tíosidoro abrió un ojo. - Me sigue doliendo mucho la cabeza y tengo mucho sueño. No sé qué me pasa, balbuceó de nuevo, con el culo en pompa, pies en alto y cabeza en tierra. - ¡Madre mía! ¿Isidoro, qué te pasa?, gritaba la tía preocupada, mientras sacudía a su marido. Tíosidoro se incorporó un poco. - Tengo mucho sueño y me duele mucho la cabeza, se lamentaba de nuevo. - ¿T'has tomao la pastilla pal dolor de cabeza que te he dicho?, inquirió tía Carlota. - Sí, pero no m'ha hecho na. Esa pastilla no vale pa na. Me sigue doliendo la cabeza igual o más y tengo mucho sueño. Volvió a encorvarse y cerró los ojos. - ¿Isidoro, muchacho, t'has tomao la pastilla que te he dicho, de la caja blanca con las rayas rojas, la que pone “pal dolor de cabeza”? - Esa no, contestó somnoliento. - ¿Cómo que esa no? ¿ Entonces cuála t'has tomao? - Es que la que tu m'has dicho era grandísma. Yo eso no me lo puedo tragar. - Entonces, ¿qué t'has tomao? - Pos huna más pequeñeta. - ¿Cómo que una más pequeñeta? ¿Cuála? - De las que te tomas tu cuando te duele la cabeza. - ¿Yo? ¡Madre santísma! ¿Isidoro, qué – pastilla – t'has - tomao? ¡Por el amor de Dios! - Pos huna, yo qué sé. Es que la que tu m'has dicho parecía una rueda de carro. Tienes unas cosas. Tu te las tomas pequeñetas y a mi me mandas que me tome una pastilla que parece una moneda de cinco duros. - ¡Virgen del amor hermoso! ¿Isidoro, qué - pastilla - t'has - tomao? ¿De - ande - l'has - sacao? - Yo qué sé. Pos huna, ¿no te digo?, pequeñeta, amarilleta, de tu mesita de noche. - ¿De la cajita verde y azul? - Sí, d'haí. ¿Qué más da? Pos huna pastilla, ¿no? - ¡Uuuuuhhhhh, madre mía del Dios santísmo! ¡Qué hombre!¡ Pero si esas son mis pastillas para dormir! - ¿Y yo qué sé? Pero era más pequeñeta.

sábado, 17 de agosto de 2013

6 días después (continuación de uncent nicuásniplo niuntallcuásnipló nicuásnipló trencitas)

Tal vez me recuerden de otras historias...
Querido diario, si te tuviera, te escribiría que han pasado seis días desde mi imprudencia de tomar la sombra bajo una palmera, durante seis horas y a orillas del mar, desoyendo a mi Pepita Grillo. La mejor noche fue la primera, las siguientes una tortura. Tras untarme cremas a un ritmo de tres horas con ducha previa de cada encremada, mi piel fue tomando color, como madura un tomate - en mi caso un híbrido entre tomate y berenjena - hasta que después de alcanzar un rojo profundo, se marchita y deshidrata. A nivel moho no he llegado. La coloración presentaba un inquietante crescendo desde mi lado izquierdo al derecho. Mi hombro derecho, de color 9, que es el máximo en la escala de coloración de los tomates, encendido y muy ofendido me hizo comprender, que no existe tejido más suave que el aire y que una etiqueta puede ser mucho más cruel y despiadada de lo que ya todos conocemos.

Siguiendo el consejo de todos los que sabían de mi suerte, decidí probar la proverbial capacidad sanadora del aloe vera. - Vale pá tó, y para las quemaduras m' han dicho que es buenísimo, fue el lema más coreado. Con cargo de conciencia corté la primera hoja de mi aloe vera.
- Perdóname, le susurré con el alma, y gracias por tu sacrificio. De un tajo limpio la despojé de una hoja de igual color enfermizo que mi pierna derecha, que es la zona más morada en la holografía accidentada de mi cuerpo. Tras convertirla en dos lonchas de aloe, comencé a restregarlas con sumo cuidado por mis hombros y escote. El escote, por cierto, se me ha llenado de pustulillas rodeadas de piel color vino tinto y emana luz propia. Y calor. ¡Ahhhh, qué descubrimiento lo del aloe vera! La piel se refresca, el ardor disminuye, en resumen, alivio instantáneo y una conclusión: - ¡Necesito esto en cantidades industriales! No puedo. No voy a cargarme a mi planta, porque es pequeña y no se merece la muerte. Es tan biológica que solo le doy agua. Rauda y veloz me voy al supermercado y ¡voilà!, bote de aloe vera 100% ecológico, sin agua añadida, especialmente indicado para quemaduras solares. Mi salvación por el módico precio de cinco Euros y pico. Gracias señoras Aloe, lejanas y anónimas, ella es familia. Perdieron sus hojas por una buena causa, la mía, que es evitar que las sombras del sol atrapadas en mi piel sigan hurgando cada vez con más profundidad. Apagarán las ascuas de mi piel con su vida.

Cinco días y cinco noches, de aloe, de ayes y uys, - cuidado no me toques, me he quedado pegada a la sábana..., encerrada en casa, convertida en predador nocturno doméstico (apertura intencionada de nevera a las cuatro de la madrugada) digitalmente sociable. Debería, quizás, haber aprovechado el momento, el duende socarrado, para aprender cante jondo, porque sentía mi mano abrasadora sobre la piel y el dolor me emanaba desde lo más jondo, lailo lailo laaaa. Pero no, porque yo soy de las que en vez de dar palmas están aplaudiendo y tampoco podía alzar los brazos con unas castañuelas en las manos, porque el acartonamiento escarlata de mis hombres no me permitía hacer los necesarios pliegues en la piel para lateralizar los brazos más que una barbie. Así que solo podía entonar el mea culpa, sin los golpes en el pecho, que ostentaba el dudoso honor de ser lo más quemado. Me llamó la buena de Segunda, la artista morena del arte efímero de las trenzas africanas, a interesarse por mi salud. - No sabía yo que se podía quemar alguien así del sol. Yo nunca me he quemado y paso todo el día aquí, en el paseo marítimo... Debería llamarla Cándida o azúcar moreno. - Pues tienes que decir a tu marido que te toque solo las partes blancas, jajajaja... Mejor la llamo Pícara.

Querido diario ficticio, como te he dicho, han pasado seis días duros, que me han obligado a ejercitar la paciencia y a moverme por la casa con mayor precisión que un murciélago. Por eso he optado por moverme lo menos posible: he pasado muchas horas sentada delante del ordenador, sin apoyar los hombros en el respaldo del sillón, o sea, como si fuera un taburete, y el mínimo tiempo posible tumbada en la cama, hasta que poco a poco ha menguado el dolor y he podido invertir la proporción. Ayer la siesta fue de laaaargaaaa. ¡Tela! Y es que el verano y las quemaduras me tienen recocida, aletargada como un lagarto. ¡Lagarto, lagarto! me ha gritado el espejo. Me estoy pelando. Estoy abandonando parte de mi piel, para renacer por partes. Seré un poco más sabia, que de los escarmentados, incluso los parciales, nacen los despabilados, o despabilados parciales.

Cuando la piel quemada comienza a desprenderse, produce un tremendo picor y correspondiente desazón. Quitarla, estirando suavemente de un trocito, oyendo el chisporroteo de la piel crujiente de un pollo asado, y sentir un suave hormigueo, milímetro a milímetro, requiere pulso y habilidad, pero sobre todo, es un enorme placer, que no le deseo a nadie. Mi pierna derecha me ha proporcionado especial satisfacción al conseguir tiras enteras de piel de varios centímetros de ancho y más de largo. Mi piel, aunque seca como una esponja de fregar nueva, ha pasado del vino tinto al clarete. Eso presagia una segunda fase exfoliativa. Con el escote no he tenido tanta suerte. Debido a las pústulas, la piel sale fragmentada y hay que frotar para levantar el borde y conseguir una esquinita de la que tirar. Aunque al quitarla cesa el desagradable picorcillo, en su lugar se instala un desagradable escozor y la nueva piel no tiene pinta de nueva. Está extrañamente brillante y lisa, y temo que llegaré a una versión 3.0, pero al menos las pustulillas se están curando. La piel del hombro, llena de burbujitas blancas, indica que su intención es desprenderse como una suave nevada. La frente, sí ha cedido su primera capa para relucir una agradable piel de tono tostado, a juego con las trenzas, mulaaataaaa, pero que al llegar al nacimiento del pelo ha cambiado de nombre artístico para pasar a llamarse caspa. La oreja izquierda se ha apuntado modestamente a la fiesta y ha soltado algunos pellejillos del borde superior. Cuando haya mudado hasta la última piel, lo juro, lo sé, volveré a estar igual de blanca que siempre.
Al menos, aún quemada y escarmentada, rosa, roja, tinta, he podido hacer lo que me gusta: estar en casa con los míos y por internet con los otros míos, huyendo del sol como de costumbre y con mayor motivación.

martes, 13 de agosto de 2013

Le puede pasar a cualquiera, pero siempre me pasa a mi

De siempre he simultaneado la habilidad quinética con el atolondramiento, normalmente ocasionado porque me paso el día soñando despierta. Tanto es así, que cuento en mi haber múltiples accidentes con sus respectivas cicatrices. Durante años, al brindar por el año nuevo en noche vieja, mi padre solía decir: a ver qué accidente tiene Aidana este año. Me falta, y espero que no ocurra, un accidente en tren o en avión y en monopatín, que me prohibieron ex profeso, a pesar de mis alegaciones de que se podía saltar del monopatín en caso de apuro.

El viernes por la noche me disponía a bajar la basura. Levanté la tapa pisando la palanca del contenedor y al depositar la bolsa, cuál es mi mala suerte, que se me escurrieron las llaves de la mano y cling clang clong: se cayeron hasta el fondo del contenedor. Entre la oscuridad de la noche y mi progresiva mutación a topo, imposible ver donde estaban. Abordé una señora que paseaba a su perro. - Perdone, señora, lleva usted móvil? Es que se me han caído las llaves dentro del contenedor al tirar la basura y le agradecería que me iluminara. La señora, tras escudriñarme de arriba abajo y comprobar que yo iba vestida monísima de la muerte, con mis taconcitos y un vestido la mar de elegante, se apresuró a ayudarme, con cara de compasión y asco ante la desagradable idea. Sin rastro de las llaves. Comencé a mover las bolsas de la basura hacia el lado opuesto de donde se me habían caído. Nada de nada. Habían encontrado el camino hasta el fondo del contenedor, lo cual no es de extrañar, por su peso, ya que mi manojo de llaves parece las llaves del amo del calabozo: llaves del coche, de casa, de casa de mis padres, de la casa donde vivo entre semana por cuestiones de trabajo, de la oficina... No me quedó otra que falcar la tapa del contenedor con un trozo de madera sacado del propio contenedor y lanzarme dentro del contenedor. Señores, qué asco!!! Di gracias al cielo por haber perdido el olfato por completo hace muchos años. Negras miguitas de mugre llovían sobre mi al rozar la tapadera con la cabeza. Comencé a pescar a tientas entre las bolsas. Tuve que cambiar de postura y al pisar, el suelo de basura cedió bajo mi pie. Un sospechoso líquido viscoso rezumó por el borde de mis sandalias, invadiendo los dedos del pie, que instintivamente disminuyeron tres tallas. El suelo cedió aún más y me di un tremendo rascuzón en el tobillo, arrancando la piel y produciéndome una desagradable herida sangrante, pero ¡Eureca!, hallé las llaves justo antes de que un señor estuviera a punto de estamparme su bolsa de la basura en la cara. Y pensar, que España, qué digo el mundo, está lleno de personas que buscan la vida en los contenedores y vertederos de basura. Sentí mucha pena y asco al mismo tiempo. Una vez en casa, me duché a conciencia, frotando mi cuerpo con esponja exfoliadora, como si la suciedad hubiese penetrado mi piel. No lo había hecho, pero sí la toma de conciencia de que hay gente por esos mundos, para los que hurgar en la basura es su día a día sin un resultado feliz como el mío.

lunes, 12 de agosto de 2013

uncent nicuásniplo niuntallcuásnipló nicuásnipló trencitas

No será la ortografía correcta, pero viene a decir 999 trenzas en Manyaco, lengua hablada en algunas partes de Senegal y Guinea Bissau. Lo he buscado en el Google Translator, pero no sale el Manyaco... Lo aprendí ayer, un domingo de agosto soleadísimo, a orillas del Mediterráneo, sentada en una silla de plástico de Cruzcampo, en el paseo marítimo de la "Urba" de Roquetas de Mar. Me lo enseñó mi compañera y amiga de Senegal, Segunda, que es negra como el betún, o morena, como dicen por esos lares, mientras me hacía con infinita paciencia y mayor habilidad trencitas finísimas en toda la cabeza. Hizo la parte delantera en forma de diadema, o sea con las trenzas pegadas al cuero cabelludo y las demás, "laif", es decir sueltas. El hecho de hacerlas muy finitas es una muestra de cariño, porque evidentemente, supone mucho más trabajo hacerlas finas que gordas.

Es la segunda vez que me hace trenzas. Pero la primera vez, fui por la tarde y acabó a medianoche, ayudada por sus dos hijas, tan habilidosas como su madre. Se ve que esa habilidad va con los genes. Llevaba ya un mes con la primera versión, feliz, porque la vida, según dice no sé quien en Facebook, es demasiado corta para peinarse todos los días, mensaje que me llegó al alma. El sábado fui a hacerle una visita a Segunda, que en verano se saca unos Eurillos con su arte, y se horrorizó de ver que el pelo me había crecido lo menos "ketab" (2) centímetros desde su primer diseño. Las trenzas ya no estaban pegadas al cuero cabelludo, aunque a mi no me molestaba, porque por fin me podía rascar la cabeza como un mono desesperado, afición que en casa me han reprochado desde niña. Ya se sabe, comer y rascar, todo es empezar y yo no acabo nunca. A la que me descuidé, ya me había quitado todas las gomitas y comenzado a deshacerme las trenzas, lo cual resulta casi más laborioso que hacerlas, pero como ya era cerca de medianoche, recogió su paraeta y me instó a volver sobre las once de la mañana del día siguiente. - Yo tengo sombrilla, tu no preocupes de nada, me tranquilizó tras alegar que yo, de color nórdico, blanco tocino, suelo preferir la sombra al sol y no se me ha perdido nada en la playa, a la que veo muchos inconvenientes, empezando por la arena, el agua salada y la necesidad de usar cremas con factor protección "untallcaiñá" (50). En vista de mi total ausencia de amor playero, ni siquiera poseo cremas solares. Pero, no pasará nada, pensé, Segunda tiene una sombrilla, desoyendo una vocecita interna que me decía insistentemente "no lo hagas".

 Llegué por la noche a mi casa, y con paciencia de Job deshice las "uncentkebakr" (400) trenzas de la primera edición. Se me quedó una cabeza afro de leona indómita, a mi parecer divina de la muerte. Intenté fotografiarme cual choni delante del espejo, pero la cámara del móvil insistía en ofrecer un imagen de mi belleza totalmente distorsionada, nada que ver con el exotismo que me devolvía el espejo, así que no la reproduzco. Al día siguiente, me lavé el pelo y lo cepillé concienzudamente. Para mi horror, el cepillo se llenó de tanto pelo, que parecía que había estado depilando a Chiwaka. Se supone que perdemos aproximadamente "uncentketab" (200) pelos al día, así que uncentketab multiplicado por "untallcuánts" (30) dan para un hermoso tupé. (Es importante la tilde en la A de cuánts, para enfatizar y alargar la A, porque si se dice una A corta, la palabra significa "cojones" en Manyaco. ¡ No me toques los cuants!) Sobre las 11.30 h llegué al puesto de Segunda, con unos shorts y una camiseta de tirantes, porque contaba con una sombrilla en la que refugiarme del traicionero Lorenzo. Efectivamente, ahí estaba mi amiga, sentada bajo la sombrilla con un vestido largo de estampado multicolor. Estudiamos las fotos con diferentes diseños y ella se puso manos a la obra. Yo le preguntaba cosas sobre su país, y su idioma, del que no se entiende naíca, salvo cuando suelta alguna "espardeñá" en francés o español. Todos los morenos que pasaban la saludaban, en Manyaco o en Olof, que es algo así como el idioma mayoritario de Senegal y otros 12 países africanos, aunque el oficial sea el francés. - Nagaref? (Hola ¿qué tal?) - Magnifí!

Tras separar el pelo delantero que había de servir para trenzar la diadema, comenzó por hacerme diminutas trenzas por la nuca. Yo tenía una bolsa llena de globos de colores cortados en diminutos cachitos sobre el regazo. Sacaba uno, abría el hueco, metía dos dedos y esperaba a que Segunda metiera sus dos dedos por el hueco y se llevara el cachito de globo convertido en goma para rematar la trenza. - ¿Qué color te doy ahora? - Dame uno azul. Igual que en los bares, el hecho de tener clientela llama a más clientela, así que empezaron a venir padres veraneantes con sus hijas, deseosas de de hacerse trenzas o que le ataran un cordón multicolor con cuentas al pelo. -¿Venimos después?, preguntaban los considerados padres al ver a Segunda tan atareada con mi cabeza. -No, no, que lo mío va para largo, que me va a hacer la cabeza entera. Así que cedía turno a las ilusionadas niñas que miraban el creciente número de trenzas de mi testa con gran admiración, y no me importaba, porque ya estaba de vacaciones, y por lo tanto disponía de todo el tiempo del mundo, porque me alegro de que Segunda gane dinero, y porque corría una maravillosa brisa marítima, que hacía mi estancia la mar de placentera, a pesar de que el aire nos había obligado a plegar la sombrilla y beneficiarnos de la sombra proporcionada por una cercana palmera. - Me das suerte, decía Segunda, porque venían muchas niñas a peinarse. Así se sucedieron las horas y las trenzas, de vez en cuando interrumpidas por nueva clientela, y amenizadas por la amigable charla de Mohamed, que es un musulmán senegalés olofparlante, casado con una blanca de La Mojonera, a la que quiere convencer de lo beneficioso que sería incorporar una segunda esposa al hogar. Mi sugerencia de incorporar un segundo esposo al estilo tibetano le ha dejado perplejo y no le ha convencido. - No sabe ná el moreno, dice Segunda y se ríe, porque ella es cristiana y lo de tener que compartir marido con otras esposas no le cuadra.

Tras la uncent-enésima trenza se incorpora Trini, hija de Segunda, a mi sesión de peluquería playera y comienza a hacer trenzas por otro lado de mi cabeza. Trini tiene las piernas largas y esbeltas a pesar de ser bajita. Estudio la perfección de su cuerpo y me muero de envidia. Ha venido con su sobrina de cuatro años, que tiene una cara preciosa y un pandero tan orondo como su abuela. De hecho, cuando la abuela se lleva a la nieta de la mano, observo con una sonrisa como ambas se marchan bamboleando sus respectivos traseros en busca de un aseo en alguno de los hoteles cercanos. La nieta es una calcomanía de su abuela. Mientras, Trini sigue trenzándome y dándome cháchara. Su castellano es perfecto, porque lleva casi toda la vida en España y ya está estudiando bachiller. Dice que el inglés se le resiste y yo le digo, que hablando ya tantos idiomas como habla, un idioma más no debería asustarla, pero claro, el Manyaco no se parece ni por casualidad a ningún idioma indoeuropeo. Cuando regresa Segunda con la divina nieta, que se llama Dominga, Trini ya está rematando la diadema que había iniciado su madre y dice que está considerando volver a abrir las tres primeras trenzas que me ha hecho en la sien, porque no le han quedado suficientemente apretadas. Me niego rotundamente, porque las trenzas a ras del cuero cabelludo son una tortura china, o senegalesa, que yo combato haciendo ejercicios de respiración cual parturienta. Son las 18.30 h. Tengo una sonrisa perenne, porque las trenzas están tan apretadas y tirantes que ya no puedo casi cerrar la boca. Los morenos que pasan me agasajan a piropos. Cuanto más finas son las trenzas, más bellas se consideran. Segunda me ha peinado con mucho amor y esmero. Estoy contenta de que haya acabado, porque estoy pegada a la silla de plástico y porque, a pesar de ir corriendo la silla en busca de la sombra que nos proporciona la palmera, siento un picorcillo en el hombro que me hace sospechar lo peor.

Agradecida me despido de la familia y marcho a casa con la promesa de volver por la noche tras arreglarle una silla tipo fuelle, cuya tela se ha rajado bajo el peso de Mohamed. Cuando llego a casa, mis sospechas se confirman. No es que me haya quemado, me he socarrado viva. Los traicioneros rayos de sol han sabido atravesar o bordear la palmera y parezco un pollo quemado con un soplete. Me unto brazos, hombros, escote, cara y una oreja con un dedo dedo de crema hidratante. Mi piel absorbe la crema cual papel secante. ¡¡¡Madre mía, madre mía!!! exclaman mis ojos al escudriñarme en el espejo, y la puñetera vocecita me corea ¡¡¡ Te lo dije, te lo dije!!!

Hoy es el día después. Me siento más tribal que nunca. Me he tenido que poner un pantalón bombacho, porque era lo más vaporoso que he encontrado. Los muslos están de rojo escarlata, al igual que todas las demás partes del cuerpo que no estaban cubiertas por ropa. Parezco un Sioux o un Apache. Estoy más roja que una lata de Coca-Cola. Las múltiples capas de crema que he ido untándome con la más sensual delicadeza y que aún así hacían que mi mano pareciera una lija del "pallnipló" (7) me dan un brillo, que parezco un cochinillo segoviano recién sacado del horno. Si me clavan un plato crujo. He tenido que volver a ponerme la misma camiseta, porque cualquier otra opción parecía hecha de ortigas. Todos los que hoy me han visto han dicho lo mismo: - ¡Hala, cómo te has puesto! y me han recomendado mutilar mi planta de aloe vera para beneficiar mi maltrecha piel. Creo que me pelaré hasta los huesos. Menos mal que la familia aún no me ha visto, porque sus burlas y chanzas serán inmisericordes, que conozco a los míos. Pero yo estoy feliz con mis uncent nicuásniplo niuntallcuásnipló nicuásnipló trencitas y un mes sin tener que peinarme.