Tibio y cansado el sol
se acostaba sobre el horizonte, tiñendo de rojo el cielo. La vieja
miró al hombre mayor sentado a su lado, ensimismado y con la mirada
puesta en el infinito. Por un momento le pareció que ese señor
arrugado y de ojos descoloridos se daba un aire al joven que conoció
hacía ya muchos años atrás. Recordó su franca sonrisa y como al
besarle bajo la luz del atardecer su corazón latía con fuerza y sus
labios temblaban de excitación. Su recuerdo le resultaba mucho más
familiar que las caras de la gente que cada día le eran más
extrañas y desconocidas, como la del hombre mayor, que sólo le era
vagamente familiar. No sabía quien era, pero algo en su interior le
decía que seguramente se conocían de algo. Mientras lo pensaba, él
se giró y con una mirada de amor triste y resignado le dijo: “¿Nos
vamos a casa, querida? Parece que refresca.” Ella, sintiéndose
joven y aventurera como antaño, tomó su mano y se dejó llevar,
pero sólo, porque su cara le recordaba mucho al que fuera el amor de
su vida...
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